25 de diciembre de 2009

Verbum caro factum est...


Nos es dado una señal, cuando el ángel añade: “Esto les servirá de señal: Hallarán un niño envuelto en pañales y puesto en un pesebre” (Lc 2, 12). Aquí debemos notar dos cosas: la humildad y la pobreza. ¡Feliz el hombre que tendrá esta señal en la frente y en la mano, o sea, en la confesión y en las obras. ¿Qué significa: “Hallarán a un niño”, sino: “Hallarán la sabiduría balbuciente, la potencia débil, la majestad rebajada, lo inmenso hecho niño, el rico hecho pobre, el rey de los ángeles recostado en un establo, el alimento de los ángeles casi pasto de los animales, el ¡limitado recostado en un angosto pesebre?.

Por el Verbo encarnado, por el parto de la Virgen, por el nacimiento del Salvador, “sea gloria a Dios Padre en los cielos altísimos, y sea paz a los hombres de buena voluntad”.

Dígnese concedernos esta paz Aquel, que es el Dios bendito por los siglos. ¡Amén! ¡Así sea!. (De las meditaciones de San Antonio).

21 de diciembre de 2009

La Navidad, no es un cuento para niños...


“Hoy, como en los tiempos de Jesús, la Navidad no es un cuento para niños, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad en búsqueda de la paz verdadera.
La Navidad es “una profecía de paz para cada hombre”. Esta profecía empeña a los cristianos “a meterse en las cerrazones, en los dramas, a menudo desconocidos y escondidos, y en los conflictos del contexto en el que vive, con los sentimientos de Jesús, para ser en todas partes instrumentos y mensajeros de paz”.
Los cristianos, deben “ser en todas partes instrumentos y mensajeros de paz, para llevar amor adonde hay odio, perdón donde hay ofensa, alegría donde hay tristeza y verdad donde hay error”.
Dios será la paz. A nosotros nos toca abrir, desatrancar las puertas para acogerlo. Aprendamos de María y José: pongámonos con fe al servicio del designio de Dios. Aunque no lo comprendamos plenamente, confiémonos a su sabiduría y bondad. Busquemos ante todo el Reino de Dios, y la Providencia nos ayudará.
Este año, en Belén y en el mundo entero, se renovará en la Iglesia el misterio de la Navidad”.


Benedicto XVI.

13 de diciembre de 2009

DOMENICA GAUDETE.


Celebramos este fin de semana, el III domingo de Adviento. La Santa Madre Iglesia, desde tiempo inmemorial, denomina a este tercer domingo de Adviento -Domenica Gaudete- y así lo seguimos llamando, el domingo de la alegría. El origen de llamar así a este tercer domingo, se debe a las primeras palabras de la carta del apóstol de los gentiles, a los Filipenses, el cual les pide y nos pide que estemos siempre alegres. Y es que es para estarlo: “el Señor ya se acerca”. El próximo domingo es ya el último de Adviento y con ello iniciaremos el tiempo de Navidad.

Cada uno de nosotros, hemos de mostrar la máxima alegría por ese milagro de misericordia de nuestro Dios, que ha querido hacerse hombre para salvarnos.

El Apóstol, consciente de su papel de evangelizador, les expone a los filipenses, en el himno que encabeza la carta, la obra salvadora de Jesucristo, su origen divino, su muerte en cruz y la exaltación a la derecha de Padre mientras los exhorta a la unidad, al gozo y a la paz.

El profeta Sofonías anuncia el juicio de Dios: un día de castigo a causa de la idolatría que envenena todos los pueblos. Jerusalén, sin embargo, a causa de un resto humilde y pobre que se ha mantenido fiel al Señor, verá su renovación y también la de todos los pueblos: «El Señor está en medio de ti y se alegra con júbilo».

Pero, en medio de esta alegría, todos los textos nos exhortan a una actitud de espera. Sofonías nos dice que Dios poderoso y que salva está dentro de Jerusalén: ¿qué puede temer? Juan nos invita a una espera de conversión. Pablo exhorta al gozo en la espera: «El Señor está cerca».

Juan, el Bautista, el precursor, la voz que anuncia en el desierto a la Palabra, exhorta desde su autoridad de asceta, a la conversión, a la coherencia de vida. Pero exhorta a la espera del mensajero que traerá el bautismo del Espíritu y de fuego. Juan anuncia ya la Buena Nueva.

La predicación de Juan Bautista, que recoge el Evangelio de hoy es, todo un programa de vida cristiana.

De las distintas respuestas que da a los que le interrogan se deduce que, el Cristianismo, más allá de una simple religión de principios teóricos, consiste ante todo, en un conjunto de comportamientos que hemos de hacerlos vida de nuestras vidas.
Le preguntan a Juan; ¿Que hemos de hacer?

Las distintas respuestas que va dando el Precursor son clarificadoras respecto a una serie de aspectos concretos de la vida cristiana. De estas respuestas podemos concluir:

1º) Que nuestra conversión, no consiste sólo en abandonar el pecado, sino en un cambio de conducta y en hacer cosas positivas.

2º) Que la conversión, o lo que es lo mismo, la santidad a la que Dios nos llama, no está en hacer cosas raras o extraordinarias, sino en hacer extraordinariamente bien los deberes propios de cada estado.

3º) Que para agradar a Dios, no tenemos que abandonar la profesión o situación humana en la que nos encontremos.

4) Finalmente, conviene advertir como en todas las respuestas, hay un hilo conductor y ese no es otro que el amor al prójimo.

Para concluir, tres virtudes, especialmente, laten y nos recuerda el Señor en este pasaje:: la Justicia, la Caridad y la Autenticidad. Sería bueno que las tengamos, de modo especial, presentes en este tiempo de Adviento en el que nos preparamos para la venida del Señor que celebra la Navidad.

Dios Padre, en su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, traspasa la historia con su Amor. Anunciado por los profetas desde antiguo, deseado por las naciones, Dios envía a su Hijo para salvarnos. La liturgia de Adviento nos repite constantemente que debemos despertar del sueño de la rutina y de la mediocridad; debemos abandonar la tristeza y el desaliento. Es preciso que se alegre nuestro corazón porque “el Señor está cerca”.

Que María, nuestra Madre del Cielo, nos ayude a ser fieles, para preparar como ella, la venida del Salvador al mundo.

12 de diciembre de 2009

La oración en la vida del presbítero.


La siguiente carta, es del cardenal Cláudio Hummes, Arzobispo Emérito de San Pablo y Prefecto de la Congregación para el Clero, sobre la importancia de la oración en los presbíteros.


“Queridos Presbíteros:


La oración ocupa necesariamente un sitio central en la vida del Presbítero. No es difícil entenderlo, porque la oración cultiva la intimidad del discípulo con su Maestro, Jesucristo. Todos sabemos que cuando ella falta la fe se debilita y el ministerio pierde contenido y sentido. La consecuencia existencial para el Presbítero será aquella de tener menos alegría y menos felicidad en el ministerio de cada día. Es como si, en el camino del seguimiento a Cristo, el Presbítero, que camina junto a otros, comenzase a retardarse siempre más y de esta manera se alejase del Maestro, hasta perderlo de vista en el horizonte. Desde este momento, se encuentra perdido y vacilante.

San Juan Crisóstomo, comentando en una homilía la Primera Carta de San Pablo a Timoteo, advierte sabiamente: “El diablo interfiere contra el pastor […] Esto es, si matando las ovejas el rebaño disminuye, eliminando al pastor, él destruirá al rebaño entero”. El comentario hace pensar en muchas de las situaciones actuales. El Crisóstomo advierte que la disminución de los pastores hace y hará disminuir siempre más el número de los fieles de la comunidad. Sin pastores, nuestras comunidades quedarán destruidas.

Pero quisiera hablar aquí de la necesidad de la oración para que, como dice el Crisóstomo, los Padres venzan al diablo y no sean cada vez menos. Verdaderamente sin el alimento esencial de la oración, el Presbítero enferma, el discípulo no encuentra la fuerza para seguir al Maestro y, de esta manera, muere por desnutrición. Consecuentemente su rebaño se pierde y, a su vez, muere.

Cada Presbítero, pues, tiene una referencia esencial a la comunidad eclesial. Él es un discípulo muy especial de Jesús, quien lo ha llamado y, por el sacramento del Orden, lo ha configurado a sí, como Cabeza y Pastor de la Iglesia. Cristo es el único Pastor, pero ha querido hacer partícipe de su ministerio a los Doce y a sus Sucesores, por medio de los cuales también los Presbíteros, aunque en grado inferior, participan de este sacramento, de tal manera que también ellos llegan a participar en modo propio al ministerio de Cristo, Cabeza y Pastor. Esto comporta una unión esencial del Presbítero a la comunidad eclesial. El no puede hacer menos de esta responsabilidad, dado que la comunidad sin pastor muere. Como Moisés, el Presbítero debe quedarse con los brazos alzados hacia el cielo en oración para que el pueblo no perezca.

Por esto, el Presbítero debe permanecer fiel a Cristo y fiel a la comunidad; tiene necesidad de ser hombre de oración, un hombre que vive en la intimidad con el Señor. Además, tiene la necesidad de encontrar apoyo en la oración de la Iglesia y de cada cristiano. Las ovejas deben rezar por su pastor. Pero cuando el mismo Pastor se da cuenta de que su vida de oración resulta débil es entonces el momento de dirigirse al Espíritu Santo y pedir con el ánimo de un pobre. El Espíritu volverá a encender la pasión y el encanto hacia el Señor, que se encuentra siempre allí y que quiere cenar con él.

En este Año Sacerdotal queremos orar con perseverancia y con tanto amor por los Sacerdotes y con los Sacerdotes. A tal efecto, la Congregación para el Clero, cada primer jueves de mes, a las cuatro de la tarde, durante el Año Sacerdotal, celebra una Hora eucarística-mariana en la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, con los Sacerdotes y por los Sacerdotes. Con gran alegría, muchas personas acuden a rezar con nosotros.

Queridísimos Sacerdotes, la Navidad del Señor está a la puerta. Quisiera daros mis más y mejores augurios de Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo 2010. Junto al pesebre, el Niño Jesús non invita a renovar hacia El aquella intimidad de amigo y de discípulo para enviarnos de nuevo como sus evangelizadores”.

10 de diciembre de 2009

Contra las asechanzas del demonio...


Oración a San Miguel Arcángel compuesta por el Papa León XIII, y que antiguamente se rezaba al final de la Santa Misa:


"San Miguel Arcángel,

defiéndenos en la batalla.

Sé nuestro amparo

contra la perversidad

y asechanzas del demonio.

Reprímale Dios,

pedimos suplicantes,

y tú Príncipe de la Milicia Celestial,

arroja al infierno con el divino poder

a Satanás y a los otros espíritus malignos

que andan dispersos por el mundo

para la perdición de las almas. Amén."

San Miguel Arcángel, ruega por nosotros.

Un pueblo que reniega de su historia...


A continuación podemos leer un artículo que me ha enviado un amigo sacerdote, sobre la retirada de los crucifijos de las escuelas. El autor es Mons. Fernando Sebastián, Arzobispo emérito de Pamplona. Ciertamente, Don Fernando sabe muy bien lo que dice, y sabe decirlo muy bien. No tiene desperdicio.

"¿Vamos a renegar de todo lo bueno de nuestra civilización?

Quieren quitar los crucifijos de las escuelas, de todos los centros concertados, aunque sean católicos. El gobierno necesita los votos de la extrema izquierda y éstos le ponen su precio. El PSOE pasa por todo con tal de seguir mandando.

El gran argumento es: el Estado español es laico y en donde se paga con dinero público no tiene que haber ningún signo religioso. Muy contundente, pero falso.

El Estado paga para que los ciudadanos puedan vivir de acuerdo con sus conciencias. Eso es lo que dice la Constitución. Los gobernantes no pueden imponer sus opiniones aprovechándose del dinero público. El dinero no es del Estado, es de los ciudadanos y para los ciudadanos. Los espacios públicos no son del Estado, son de los ciudadanos y tienen que reflejar los gustos y los deseos de los ciudadanos, no los de los gobernantes.

Los padres católicos no deben permitir que se quiten los crucifijos ni de los centros concertados ni de los públicos. Los centros públicos no son del Estado, son de los ciudadanos, los pagan los ciudadanos y tienen que responder a los deseos de los ciudadanos. Y si los alumnos son de varias religiones, lo justo es que cada grupo pueda poner sus signos, con paz, con respeto, con verdadera tolerancia y convivencia. Eso es lo civilizado, lo democrático, lo razonable. Lo otro es revanchismo, incultura, persecución cultural.

¿Por qué la voluntad de uno que no quiere el crucifijo se ha de imponer sobre la voluntad de muchos que sí lo queremos? Esto sin entrar a analizar lo que el crucifijo significa. Ante todo es un símbolo religioso de primera categoría, significa el amor y el perdón de Dios, la esperanza de la salvación, la unidad y la paz para todos los pueblos. ¿A quién le puede molestar? Son ganas de fastidiar. A mí no me molesta ver la media luna donde haya un grupo de devotos musulmanes. Por otra parte el crucifijo es el símbolo básico de la religión cristiana de la que ha nacido en gran parte la cultura europea, el conocimiento de la dignidad suprema de la persona humana, el concepto de libertad y de responsabilidad, la igualdad básica de varón y mujer, la estabilidad y fidelidad de la familia, la unidad de la humanidad y la igualdad de todos los pueblos, la esperanza de una historia abierta y progresista, la dignidad del trabajo humano, los valores morales de occidente, el perdón, la misericordia, el amor y la convivencia, la mayor parte del arte europeo, la pintura, la arquitectura, la música y tantas cosas más.

¿Vamos a renegar de todo lo que ha creado el cristianismo en la historia y en la vida de Europa y de España? Corrijamos los errores, de acuerdo, pero no destruyamos nuestra civilización.

Si nuestro gobierno termina aceptando e imponiendo esa consigna extranjera y sectaria –que se lo pensará–, manifestaría una increíble inmadurez cultural y una alarmante falta de patriotismo serio y profundo. Detrás de todo esto hay una negación del Cristianismo, una negación de la religión en general, y en el caso concreto de España un suicidio cultural e histórico.

Un pueblo que reniega de su historia no puede durar. Si en nuestra sociedad no nacen hijos y ahora negamos nuestra cultura y nuestra historia, tenemos los días contados. Esto tiene que cambiar. Alguien tiene que levantar otra bandera. "

7 de diciembre de 2009

"Purísima había de ser...


…Señor, la Virgen que nos diera el Cordero inocente que quita el pecado del mundo. Purísima a la que, entre los hombres, es abogada de gracia y ejemplo de santidad”, escuchamos en el Prefacio de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción.

En 1854 el Papa Pío IX, declaró solemnemente como dogma de fe, “la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María”, que celebramos cada 8 de diciembre.

Esto dogma de fe de la Iglesia Católica, nos viene a decir que la Santísima Virgen, fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original desde el primer instante de su concepción -por singular gracia y privilegio de Dios Omnipotente- en atención a los méritos de Cristo Jesús, Señor nuestro, Salvador del género humano.

“Busca a Dios en el fondo de tu corazón limpio, puro; en el fondo de tu alma cuando le eres fiel, ¡y no pierdas nunca esa intimidad!. Y, si alguna vez no sabes cómo hablarle, ni qué decir, o no te atreves a buscar a Jesús dentro de ti, acude a María, "tota pulchra" -toda pura, maravillosa-, para confiarle: Señora, Madre nuestra, el Señor ha querido que fueras tú, con tus manos, quien cuidara a Dios: ¡enséñanos a todos a tratar a tu Hijo!”. ( Forja 84. San Josemaría Escrivá).

Necesidad de conformarnos con la Voluntad de Dios.


Si queremos hacernos santos, nuestro único deseo ha de ser renunciar a la voluntad propia para abrazarnos con la de Dios, porque la médula de todos los preceptos y consejos divinos estriba en hacer y padecer cuanto Dios quiere y como lo quiere. Roguemos por tanto, al Señor que nos dé santa libertad de espíritu, libertad que nos hará abrazar cuanto agrada a Jesucristo, a pesar de las repugnancias del amor propio o del respeto humano. El amor de Jesucristo pone a sus amantes en una total indiferencia, siendo para ellos todo igual, lo dulce como lo amargo; nada quieren de lo que les agrada a sí mismo, y quieren cuanto agrada a Dios; con la misma paz se dan a las cosas grandes que a las pequeñas e igualmente reciben las cosas gratas que las ingratas; bástales agradar a Dios en todo.

Dice San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”; ama a Dios y haz lo que quieras. Quien ama a Dios en verdad no anda tras otros gustos que los de Dios y en esto solo halla su contento, en dar gusto a Dios. Santa Teresa escribía;”Oh Señor, que todo el daño nos viene de no tener puesto los ojos en vos, que si no mirásemos otra cosa sino el camino, presto llegaríamos; mas damos mil caídas y tropiezos y erramos el camino por no poner los ojos, como digo, en el verdadero camino”. He aquí, por tanto, cuál ha de ser el único fin de todos nuestros pensamientos, de las obras, de los deseos y de nuestras oraciones; el gusto de Dios; éste es el camino que ha de conducirnos a la perfección; ir siempre en pos de la voluntad de Dios.

Decía San Vicente de Paúl: “La conformidad con el divino querer es el tesoro del cristiano y el remedio de todos nuestros males, porque implica la abnegación de sí mismo y la unión con Dios y todas las virtudes”. Mas nuestra conformidad con el divino querer ha de ser entera y sin reserva, constante e irrevocable; que en esto, repito, se cifra toda la perfección y a esto deben encaminarse todas nuestras obras, todos nuestros deseos y todas nuestras oraciones. (De la obra de San Alfonso Mª de Ligorio: “Práctica de Amor a Jesucristo”).

5 de diciembre de 2009

Preparemos los caminos...





En el segundo domingo del Tiempo de Adviento, las lecturas de la misa de hoy nos presentan el Anuncio de la llegada del Señor y la preparación que debemos tener para recibirlo.

El Adviento es el tiempo de la preparación para la solemnidad de Navidad, cuando conmemoramos la primera venida del Hijo de Dios a los hombres. Pero también dirige nuestra mirada hacia la segunda venida del Señor al final de los tiempos, la Parusía.

Con el prefacio de este domingo decimos; “Cristo Señor nuestro, quién al venir por primera vez en la humildad de nuestra carne, realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de salvación; para que, cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra, podamos recibir los bienes prometidos, que ahora, en vigilante espera, confiamos alcanzar”.

Durante el tiempo de adviento aparece el significado de la misión de San Juan Bautista. Su figura se impone como una actitud de fidelidad y de respuesta a la nueva manifestación de Dios que se avecina. San Juan, en el Evangelio de hoy, nos habla de la necesidad de la conversión, del cambio de mentalidad, para poder encontrar y seguir a Jesús.

En el Evangelio según San Lucas, se nos presenta hoy la imagen de Juan el Bautista. Juan el Bautista aparece como la señal de la llegada de la salvación. San Juan es una figura enigmática. Es un profeta movido por el Espíritu de los profetas, que llama a un bautismo en señal de penitencia, porque detrás de él viene el que bautizará con el Espíritu Santo. Es testigo de la luz, cuyo testimonio anuncia la llegada de los tiempos mesiánicos.

San Juan señala la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: es el último de los Profetas que anuncia la vendida del Señor, y el primero de los testigos de Jesús. Mientras los demás Profetas habían anunciado a Cristo desde lejos, Juan Bautista lo señala diciendo “Ese es el Cordero de Dios”.

Juan se presenta predicando la necesidad de convertirse. El bautismo de Juan tenía un marcado carácter de conversión interior, que disponía para recibir la llegada de Jesús.

El Bautista prepara el camino del Señor. El es simplemente el que anuncia la Salvación: “Viene aquel a quien yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias”.

Cuando en la casa de una familia antiguamente, se esperaba el nacimiento de un nuevo miembro todos vivían los preparativos con intensidad. Hasta los más alejados de la pareja se preocupan por preguntar cómo van las cosas, y los más cercanos colaboran en la preparación del niño que ya venía.

Preparar el nacimiento de Jesús en nuestra vida, debe ocasionar similares preparativos y revolucionar de manera parecida nuestro corazón. Por eso, es bueno preguntarnos cómo nos estamos preparando para el nacimiento de Cristo.

Debemos arreglar la habitación de nuestra vida, acercándonos al sacramento de la reconciliación, confeccionando una gran red de oraciones y consiguiendo todo lo necesario para que nuestra propia vida sea una estancia agradable donde pueda acomodarse nuestro Redentor.

Qué bueno sería, que para ese momento, estemos preparados interiormente. El Señor viene, allanemos los caminos, para que todos sean testigos de la salvación.

Pidamos a María y a San José, que con tanto esmero prepararon la llegada de Jesús, que nos ayuden también a nosotros, a que en nuestras familias, en todas las familias del mundo, todos lo recibamos como ellos lo recibieron.

Lo pesado que es llevar la Caridad...


A comienzos de año, viendo la genial película “Monsieur Vincent”, escuché en una de las escenas, unas palabras dirigidas por el “Padre de los Pobres”, San Vicente de Paúl a Juana, una Hija de la Caridad sobre el sentido de la verdadera caridad al hermano pobre. Palabras que no me dejaron indiferentes. Pasados varios meses, en un acto benéfico organizado por un sacerdote Paúl, descubro en un puesto de objetos religiosos, una tarjeta con la imagen de San Vicente, y debajo, para mi sorpresa, aparecían escritas las mismas palabras que San Vicente dirigía a esta hija suya. Por supuesto, que no dude en comprar algunas. De modo, que estas mismas palabras fueron tema de oración y reflexión el día siguiente. Y dicen así:

“…Juana, pronto te darás cuenta
lo pesado que es llevar la Caridad.
Mucho más que cargar con el jarro de sopa
y con la cesta llena…
Pero, conservarás tu dulzura y tu sonrisa.
No consiste todo en distribuir la sopa y el pan.
Eso, los ricos pueden hacerlo.
Tú eres la insignificante Sierva de los Pobres,
la Hija de la Caridad,
siempre sonriente y de buen humor.
Ellos son tus amos,
amos terriblemente susceptibles y exigentes,
ya lo verás.
Por tanto, ¡cuánto más repugnantes sean
y más sucios estén,
cuanto más injustos y groseros sean,
tanto más deberás darles tu amor!...
Sólo por tu amor, por tu amor únicamente,
te perdonarán los pobres el pan que tú les das”.

4 de diciembre de 2009

Sobre el sacerdocio.


A continuación, y con motivo del Año Sacerdotal, podemos leer una ponencia de Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, hace ya algunos años, sobre "San Josemaría Escrivá y los sacerdotes":

"Al alzar nuestro corazón a la Trinidad Santísima en acción de gracias, deseamos hacerlo con la renovación de nuestra fidelidad personal al don y misterio que hemos recibido: don de la vocación sacerdotal que ha enriquecido nuestra vida, misterio de predilección por parte de Jesús, que ha querido llamarnos amigos suyos (cfr. Jn 15, 15).

¿Qué nos dicen los santos sobre el sacerdocio?. He sido invitado a recoger aquí algunas ideas de la predicación de un santo sacerdote de nuestro siglo, San Josemaría Escrivá, Fundador del Opus Dei. Cuando en algunos sectores de la comunidad eclesial se planteaban interrogantes sobre la identidad del sacerdote, San Josemaría no dudaba en escribir: "¿Cuál es la identidad del sacerdote? La de Cristo. Todos los cristianos podemos y debemos ser no ya alter Christus, sino ipse Christus: otros Cristos, ¡el mismo Cristo! Pero en el sacerdote esto se da inmediatamente, de forma sacramental (...). Por el Sacramento del Orden, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser (...). En esto se fundamenta la incomparable dignidad del sacerdote. Una grandeza prestada, compatible con la poquedad mía. Yo pido a Dios Nuestro Señor que nos dé a todos los sacerdotes la gracia de realizar santamente las cosas santas, de reflejar, también en nuestra vida, las maravillas de las grandezas del Señor".

Es necesario – escribió también San Josemaría – que los "sacerdotes tengan, en su alma, una disposición fundamental: gastarse por entero al servicio de sus hermanos, convencidos de que el ministerio al que han sido llamados (...) es un gran honor, pero sobre todo una grave carga" . Esto es lo que el pueblo cristiano espera de los sacerdotes, como consecuencia inmediata de la identificación sacramental con Cristo. "Los fieles pretenden que se destaque claramente el carácter sacerdotal: esperan que el sacerdote rece (...), que ponga amor y devoción en la celebración de la Santa Misa, que se siente en el confesionario, que consuele a los enfermos y a los afligidos; que adoctrine con la catequesis a los niños y a los adultos, que predique la Palabra de Dios (...); que tenga consejo y caridad con los necesitados"

"La vocación sacerdotal lleva consigo la exigencia de la santidad", se lee en un apunte manuscrito de San Josemaría. "Esta santidad no es una santidad cualquiera, una santidad común, ni aun tan sólo eximia. Es una santidad heroica". En consecuencia, el gran enemigo para el cumplimiento de nuestra misión en la Iglesia no es la carencia de medios, ni la hostilidad del ambiente, ni aun las fragilidades personales – propias de toda criatura humana – , el enemigo sería quitar de nuestra vida la orientación sincera y decidida al ejercicio de la caridad perfecta.

Por eso, la primera ocupación del sacerdote ha de ser cultivar su trato diario con Dios, que se alimenta y desarrolla en el ejercicio del ministerio, apoyándose en la unidad de vida que hace que el presbítero sea – con expresión de San Josemaría – "sacerdote cien por cien". La seguridad de la identificación sacramental del ministro sagrado con Cristo llevaba a San Josemaría a afirmar también: "El sacerdote, si tiene verdadero espíritu sacerdotal, si es hombre de vida interior, nunca se podrá sentir solo. ¡Nadie como él podrá tener un corazón tan enamorado! Es el hombre del Amor, el representante entre los hombres del Amor hecho hombre. Vive por Jesucristo, para Jesucristo, con Jesucristo y en Jesucristo. Es una realidad divina, que me conmueve hasta las entrañas, cuando todos los días, alzando y teniendo en las manos el cáliz y la Sagrada Hostia, repito despacio, saboreándolas, estas palabras del Canon: per ipsum, et cum ipso, et in ipso... Por Él, con Él, en Él, para Él y paras las almas vivo yo. De su amor y para su Amor vivo yo, a pesar de mis miserias personales. Y a pesar de esas miserias, quizás por ellas, es mi Amor un amor que cada día se renueva".
En una alocución, el Papa Juan Pablo II afirmaba: "Un sacerdote vale cuanto vale su vida eucarística, especialmente su Misa. Misa sin amor, sacerdote estéril; Misa fervorosa, sacerdote conquistador de almas". Ésta es la raíz de la fecundidad apostólica de la vida del sacerdote. En una ocasión, San Josemaría nos confiaba: "Subo al altar con ansia, y más que poner las manos sobre el ara, lo abrazo con cariño y lo beso como un enamorado, que eso soy: ¡enamorado!"

Ese amor lleva al sacerdote a cultivar santas pasiones en su alma, precisamente en el ejercicio del ministerio. El Fundador del Opus Dei señalaba "dos pasiones dominantes, aparte de amar mucho la Sagrada Eucaristía y por lo tanto la Misa, de hacer una Misa que dure todo el día, de no tener prisa. Esas dos pasiones dominantes son: atender a las almas en el confesionario y predicar abundantemente la Palabra de Dios".

La predicación era para San Josemaría transmisión de la Palabra de Dios contemplada y hecha vida propia: el sacerdote, cuando predica, debe hacer "su oración personal, cuajando en ruido de palabras (...) la oración de todos, ayudando a los demás a hablar con Dios (...), dando luz, moviendo los afectos, facilitando el diálogo divino". En cuanto a la administración del sacramento de la Penitencia, me limito a recordar estas palabras suyas: "sentaos en el confesionario todos los días (...), esperando allí a las almas como el pescador a los peces. Al principio quizá no venga nadie (...). Al cabo de dos meses no os dejarán vivir (...) porque vuestras manos ungidas estarán, como las de Cristo – confundidas con ellas, porque sois Cristo – diciendo: yo te absuelvo".

Tendría que hablar de muchos otros aspectos de la enseñanza de San Josemaría sobre los sacerdotes – desde la fraternidad sacerdotal a la unión con el propio Obispo, de la labor de catequesis al espíritu de reparación, etc... Sólo quiero referirme brevísimamente a dos puntos que me parecen fundamentales en la actualidad. Primero, la vida de oración. "La oración crea al sacerdote y el sacerdote se crea a través de la oración", ha escrito el Papa. San Josemaría aseguraba: "El tema de mi oración es el tema de mi vida". Su vida sacerdotal se hallaba plenamente inmersa en la Iglesia; las necesidades de las almas eran alimento cotidiano de su oración.

Si nos esforzamos por ser fieles a todas las consecuencias de nuestra vocación sacerdotal, hasta las más pequeñas, nuestra Madre la Virgen, Madre especialmente de los sacerdotes, nos hará gustar siempre, en cualquier circunstancia, el amor que nos ha sido otorgado con nuestro sacerdocio, y que nos identificará cada vez más íntimamente con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote".

17 de junio de 2009

AÑO SACERDOTAL.


A continuación podemos leer la carta enviada por el Cardenal Claudio Hummes, a todos los sacerdotes con motivo del inicio del Año Sacerdotal:


Queridos Sacerdotes:

El Año Sacerdotal, promulgado por nuestro amado Papa Benedicto XVI, para celebrar el 150 aniversario de la muerte de San Juan María Bautista Vianney, el Santo Cura de Ars, está a punto de comenzar. Lo abrirá el Santo Padre el día 19 del próximo mes de junio, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y de la Jornada Mundial de Oración para la santificación de los Sacerdotes. El anuncio de este año especial ha tenido una repercusión mundial eminentemente positiva, en especial entre los mismos Sacerdotes. Todos queremos empeñarnos, con determinación, profundidad y fervor, a fin de que sea un año ampliamente celebrado en todo el mundo, en las diócesis, en las parroquias y en las comunidades locales con toda su grandeza y con la calurosa participación de nuestro pueblo católico, que sin duda ama a sus Sacerdotes y los quiere ver felices, santos y llenos de alegría en su diario quehacer apostólico.
Deberá ser un año positivo y propositivo en el que la Iglesia quiere decir, sobre todo a los Sacerdotes, pero también a todos los cristianos, a la sociedad mundial, mediante los mass media globales, que está orgullosa de sus Sacerdotes, que los ama y que los venera, que los admira y que reconoce con gratitud su trabajo pastoral y su testimonio de vida. Verdaderamente los Sacerdotes son importantes no sólo por cuanto hacen sino, sobre todo, por aquello que son. Al mismo tiempo, es verdad que a algunos se les ha visto implicados en graves problemas y situaciones delictivas. Obviamente es necesario continuar la investigación, juzgarles debidamente e infligirles la pena merecida. Sin embargo, estos casos son un porcentaje muy pequeño en comparación con el número total del clero. La inmensa mayoría de Sacerdotes son personas dignísimas, dedicadas al ministerio, hombres de oración y de caridad pastoral, que consuman su total existencia en actuar la propia vocación y misión y, en tantas ocasiones, con grandes sacrificios personales, pero siempre con un amor auténtico a Jesucristo, a la Iglesia y al pueblo; solidarios con los pobres y con quienes sufren. Es por eso que la Iglesia se muestra orgullosa de sus sacerdotes esparcidos por el mundo.
Este Año debe ser una ocasión para un periodo de intensa profundización de la identidad sacerdotal, de la teología sobre el sacerdocio católico y del sentido extraordinario de la vocación y de la misión de los Sacerdotes en la Iglesia y en la sociedad. Para todo eso será necesario organizar encuentros de estudio, jornadas de reflexión, ejercicios espirituales específicos, conferencias y semanas teológicas en nuestras facultades eclesiásticas, además de estudios científicos y sus respectivas publicaciones.
El Santo Padre, en su discurso de promulgación durante la Asamblea Plenaria de la Congregación para el Clero, el 16 de marzo pasado, dijo que con este año especial se quiere “favorecer esta tensión de los Sacerdotes hacia la perfección espiritual de la cual depende, sobre todo, la eficacia del ministerio”. Especialmente por eso, debe ser una año de oración de los Sacerdotes, con los Sacerdotes y por los Sacerdotes; un año de renovación de la espiritualidad del presbiterio y de cada uno de los presbíteros. En el referido contexto, la Eucaristía se presenta como el centro de la espiritualidad sacerdotal. La adoración eucarística para la santificación de los Sacerdotes y la maternidad espiritual de las religiosas, de las mujeres consagradas y de las mujeres laicas hacia cada uno de los presbíteros, como propuesto ya desde hace algún tiempo por la Congregación para el Clero, podría desarrollarse con mejores frutos de santificación.
Sea también un año en el que se examinen las condiciones concretas y el sustento material en el que viven nuestros Sacerdotes, en algunos casos obligados a subsistir en situaciones de dura pobreza.
Sea, al mismo tiempo, un año de celebraciones religiosas y públicas que conduzcan al pueblo, a las comunidades católicas locales, a rezar, a meditar, a festejar y a presentar el justo homenaje a sus Sacerdotes. La fiesta de la comunidad eclesial es una expresión muy cordial, que exprime y alimenta la alegría cristiana, que brota de la certeza de que Dios nos ama y que hace fiesta con nosotros. Será una oportunidad para acentuar la comunión y la amistad de los Sacerdotes con las comunidades a su cargo.
Otros muchos aspectos e iniciativas podrían enumerarse con el fin de enriquecer el Año Sacerdotal. Al respecto, deberá intervenir la justa creatividad de las Iglesias locales. Es por eso que en cada Conferencia Episcopal, en cada Diócesis o parroquia o en cada comunidad eclesial se establezca lo más pronto posible un verdadero y propio programa para este año especial. Obviamente será muy importante comenzar este año con una celebración significativa. En el mismo día de apertura del Año Sacerdotal, el día 19 de junio, con el Santo Padre en Roma, se invita a las Iglesias locales a participar, en el modo más conveniente, a dicha inauguración con un acto litúrgico específico y festivo. Serán bien recibidos todos aquellos que, en ocasión de la apertura, podrán estar presentes, con el fin de manifestar la propia participación a esta feliz iniciativa del Papa. Sin duda, Dios bendecirá este esfuerzo con grande amor. Y la Virgen María, Reina del Clero, intercederá por todos vosotros, queridos Sacerdotes.


Cardenal Claudio Hummes.
Arzobispo Emérito de San Pablo.
Prefecto de la Congregación para el Clero.

Te adoramos...


Este domingo, como cada año, celebramos con gozo la solemnidad del Corpus Christi, del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Como nos dicen las Sagradas Escrituras; “La víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus manos y, tras pronunciar la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, dio gracias, se lo dio y todos bebieron de él. Y dijo: «Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por vosotros».

Estas palabras, que escuchamos domingo tras domingo, y cada vez que celebramos la Eucaristía, no sólo recuerdan e interpretan hechos del pasado, lo que sucedió aquella noche santa de la institución de la Eucaristía, aquel lejano jueves santo, sino que anticipan también el futuro, la venida del Reino de Dios en el mundo.

Jesús, nuestro Señor, no sólo pronuncia palabras. Lo que Él anuncia es un acontecimiento, el acontecimiento central de la historia del mundo y de nuestra vida personal”. Jesús se queda con nosotros para siempre en el Santísimo Sacramento del Altar hasta su vuelta definitiva al final de los tiempos.

Al rendir públicamente culto a la Santísima Eucaristía en este día de Corpus Christi, sería bueno que meditásemos sobre la intima conexión que existe entre este adorable Sacramento, que contiene al mismo Señor, y nuestra obligación de servir a los demás.

Como ha resaltado el Papa Benedicto en su primera encíclica, “Deus est caritas”, no se puede separar en la vida de la Iglesia el anuncio de la palabra, de la celebración de los sacramentos y del servicio a la caridad con los que más sufren en su cuerpo o en su alma.

Una Comunidad cristiana que quiere verdaderamente ser servidora del Señor y de sus hermanos los hombres, debe vivir de la Eucaristía y sus hijos, deben de alimentarse con este sagrado convite.

Solo así, al ir poco a poco transformando nuestra vida con la de Cristo en la Eucaristía, la gracia ira transformando nuestra débil naturaleza en un instrumento al servicio de la gran obra de la redención, pues nuestra vida debe tener siempre esta dimensión misionera, apostólica, que tomando fuerza del mismo Señor que nos alimenta con su cuerpo, sale al mundo a anunciar a nuestro hermanos al Señor que vive, que nos ama y nos espera siempre.

Son aun muchos los hombres y mujeres de nuestro mundo que siguen esperando nuestra presencia, nuestra palabra, nuestro consuelo de cristianos. Pero para ello, hemos de identificarnos profundamente con Cristo, del tal forma que viéndonos actuar, descubran a nuestro Señor.

La Iglesia vive para servir al Señor y a los hombres y mujeres de nuestro mundo y hace todo lo que puede para que la cercanía con el Señor sea el estilo de vida de toda una sociedad, de la familia y de cada persona.

Por eso, la Iglesia mira con preocupación todas las dificultades que nosotros mismos, los que nos llamamos cristianos, vamos poniéndole al Señor para ser verdaderamente auténticos seguidores suyos, y una de esas dificultades, y podríamos decir que la más importante, es el poco aprecio o la falta de constancia y de compromiso para celebrar cada domingo el día del Señor, día de la Eucaristía, día de la comunidad cristiana, día de la Resurrección.

Una sociedad que empieza a dejar de lado este deber de celebrar cada domingo la Eucaristía, por eso es el centro de nuestra vida cristiana, es una sociedad que ya ha comenzado el camino del olvido de Dios, un camino de sufrimientos, de angustias y conflictos personales, donde la alegría verdadera y la esperanza brillan por su ausencia, alegría y esperanza que solo Cristo puede dar cuando nos damos enteramente a Él, cuando sin poner condiciones, nos abandonamos en sus manos.

En la solemnidad del Corpus Christi que celebramos, contemplamos sobre todo el signo del pan. Este signo, nos recuerda también, la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La Hostia es nuestro maná con el que el Señor nos alimenta, es verdaderamente el pan del cielo. Él mismo se nos da, se nos entrega.

En las procesiones que haremos en este día con el Santísimo Sacramento, le pediremos a nuestro Señor que nos guie por los caminos del bien. Que mire a la humanidad que sufre, que camina insegura entre tantos interrogantes. Que mire el hambre física y psíquica que atormenta a la humanidad. Que dé a los hombres el pan necesario para el cuerpo y para el alma. Que les conceda trabajo y seguridad, paz y luz, para sus mentes y sus corazones. Que nos haga comprender que sólo a través de la participación en su Pasión y muerte, a través del «sí» a la cruz, a la renuncia, nuestra vida puede madurar y alcanzar su auténtico cumplimiento.

Que una a su Iglesia en un solo cuerpo, que una a la humanidad castigada y lacerada por las guerras, el sufrimiento, el dolor y la enfermedad. Que nos purifique y santifique. Que nos dé su salvación.

Gracias Señor, por haberte quedado con nosotros, gracias por tu continua presencia en el Santísimo Sacramento del Altar.


Jesús, a quien ahora vemos oculto,
te rogamos que se cumpla lo que tanto deseamos,
que al mirar tu rostro cara a cara
seamos felices viendo tu gloria. Amén.

30 de mayo de 2009

VEN, ESPÍRITU SANTO.


Ven, Espíritu Divino,

manda tu luz desde el cielo.

Padre amoroso del pobre;

don, en tus dones espléndido;

luz que penetra las almas;

fuente del mayor consuelo.


Ven, dulce huésped del alma,

descanso de nuestro esfuerzo,

tregua en el duro trabajo,

brisa en las horas de fuego,

gozo que enjuga las lágrimas

y reconforta en los duelos.


Entra hasta el fondo del alma,

divina luz y enriquécenos.

Mira el vacío del hombre,

si tú le faltas por dentro;

mira el poder del pecado,

cuando no envías tu aliento.


Riega la tierra en sequía,

sana el corazón enfermo,

lava las manchas, infunde

calor de vida en el hielo,

doma el espíritu indómito,

guía al que tuerce el sendero.


Reparte tus siete dones,

según la fe de tus siervos;

por tu bondad y tu gracia,

dale al esfuerzo su mérito;

salva al que busca salvarse

y danos tu gozo eterno. Amén.

Nada te turbe, nada te espante, sólo Dios basta.


Eleva el pensamiento,

al cielo sube,

por nada te acongojes,

Nada te turbe.


A Jesucristo sigue

con pecho grande,

y venga lo que venga

Nada te espante.


¿Ves la gloria del mundo?

es gloria vana;

Nada tiene de estable,

Todo se pasa.


Aspira a lo celeste,

que siempre dura;

fiel y rico en promesas,

Dios no se muda.


Ámala cual se merece,

Bondad inmensa;

pero no hay amor fino sin

La paciencia.


Confianza y fe viva

mantenga el alma,

que quien cree y espera

Todo lo alcanza.


Del infierno acosado

aunque se viere,

burlará sus furores

Quien a Dios tiene.


Vénganle desamparos,

cruces, desgracias;

siendo Dios su tesoro,

Nada le falta.


Id, pues, bienes del mundo,

Id, dichas vanas;

aunque todo lo pierda

Sólo Dios basta.

24 de mayo de 2009

Y subió al cielo...



Los evangelistas describen al final de los evangelios y al principio del libro de los Hechos de los Apóstoles, y los cristianos repetimos en nuestro Credo, que Jesús "Subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre".

Esta afirmación es un modo de hablar para decir que Jesús se fue al Padre, llevando consigo su naturaleza humana. Ir al cielo significa, ir a Dios. En el cielo, iremos a unirnos al cuerpo de Cristo resucitado.

Según la narración de San Lucas, la Iglesia celebra la Ascensión del Señor a los cuarenta días de su resurrección. Esta fiesta está dentro del tiempo pascual que consta de cincuenta días y concluye con la Venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia.

La fiesta de la Ascensión no nos habla de un alejamiento de Cristo, sino de su glorificación en el Padre. Con la Ascensión, Cristo se ha acercado más a nosotros, con la misma cercanía de Dios. Es esta también, una fiesta de esperanza. Con él, todos nosotros hemos subido al Padre en la esperanza y en la promesa. En la Ascensión celebramos la subida de Cristo al Padre y nuestra futura ascensión. El cielo es nuestra meta y la vida terrena, nuestra propia vida, es el camino para conseguirla.

La fiesta de la Ascensión del Señor es una invitación a levantar nuestra mirada a las cosas del cielo, sabiendo que allá donde ha entrado Cristo cabeza, entrará también el cuerpo de Cristo que es la Iglesia. “Aspirad a las cosas de arriba, no a las de la tierra. Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” nos dice el apóstol Pablo. (Col 3, 1-3).

Podemos decir que la fiesta de la Anunciación nos invita a tener nuestra mirada fija en el cielo, donde reside Cristo a la derecha del Padre, pero las manos y el esfuerzo en esta tierra que sigue teniendo necesidad de la manifestación de los hijos de Dios. Es una invitación a seguir trabajando por construir la “civilización del amor” y “dar razón de nuestra esperanza a todo aquel que nos la pidiere”(1 Pt 3,15).

El cristiano debe ser un agente de evangelización, un testigo de esperanza y de luz en medio de un mundo de tinieblas. De igual modo, y siguiendo la Evangelium nuntiandi n.28: “La evangelización comprende además la predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante la nueva alianza en Jesucristo; la predicación del amor de Dios para con nosotros y de nuestro amor hacia Dios, la predicación del amor fraterno para con todos los hombres —capacidad de donación y de perdón, de renuncia, de ayuda al hermano— que por descender del amor de Dios, es el núcleo del Evangelio; la predicación del misterio del mal y de la búsqueda activa del bien”.

Que vivamos siempre unidos a Cristo, y demos con coherencia cristiana, testimonio del amor de Dios manifestado en Jesús que asciende hoy a los cielos.

Los cristianos te aclaman su Auxiliadora.


Hoy 24 de mayo, celebramos a María Auxiliadora. Auxilio de los cristianos y de la gran familia salesiana. A Ella nos dirigimos en este día:



Rendidos a tus plantas,

Reina y Señora,

los cristianos te aclaman

su Auxiliadora.

Yo tus auxilios

vengo a pedir,

Virgen Santísima,

ruega por mí.

De este mar tempestuoso

fúlgida estrella,

cada vez que te miro

eres más bella.

Guíame al puerto salvo y feliz,

Virgen Santísima,

ruega por mí.

En las horas de lucha

sé mi consuelo,

y al dejar esta vida

llévame al cielo.

En cuerpo y alma

me ofrezco a Ti,

Virgen Santísima,

ruega por mí.

13 de mayo de 2009

"Era una Señora más brillante que el sol".


Como sabemos, porque nos lo inculcaron y cantaron nuestros padres desde pequeños, 13 de mayo de 1917, en Fátima (Portugal), tres pastorcitos de la cercana aldea de Aljustrel, llamados Lucía Dos Santos de 10 años y sus primos, Jacinta de 7 y Francisco Marto de casi 9 años respectivamente, relatan como en la Cova da Iria, cuando pastoreaban el rebaño, observaron un reflejo de luz que se aproximaba a ellos, y al tiempo vieron a una Señora vestida de blanco, más brillante que el sol, surgir de una pequeña encina. Los niños aseguraron que se trataba de la Virgen María, la cual les pidió que regresaran al mismo lugar el día 13 de cada mes durante seis meses y así sucedió hasta el 13 de octubre del mismo año, fecha de la última aparición.

Entre las recomendaciones que hizo a los niños, la Virgen hizo hincapié en la importancia del rezo del santo rosario para la conversión de los pecadores y del mundo entero. La Virgen también pidió la construcción de una capilla en el lugar, capilla que fue el origen del actual santuario. El actual santuario, cuyo nombre completo es "Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Fátima" recibe anualmente cuatro millones de peregrinos y en sus inmediaciones se han establecido más de 50 casas de religiosas femeninas y unas 15 congregaciones masculinas que incluyen un seminario.

Francisco Marto murió el 4 de abril de 1919 y Jacinta Marto el 20 de febrero de 1920, ambos fueron beatificados por Juan Pablo II el 13 de mayo de 2000. Lucia murió el 13 de febrero de 2005 a los 97 años, en el Carmelo de Coimbra donde ingresó como carmelita descalza en 1949.





10 de mayo de 2009

El clero español te aclama...


Celebramos a San Juan de Ávila, patrón del clero español. Nació el 6 de enero de 1499 (o 1500) en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), de una familia profundamente cristiana. Sus padres, Alfonso de Ávila (de ascendencia israelita) y Catalina Jijón, supieron darle una formación cristiana de sacrificio y amor al prójimo. Son conocidos sus escritos de espiritualidad sobre el sacerdocio, sus obras de caridad, sus prolongados ratos de oración, sus sacrificios, su devoción eucarística y mariana.

San Juan de Ávila muere el 10 de mayo de 1569 en Montilla (Córdoba). No hizo testamento, porque dijo que no tenía nada que testar. Santa Teresa, al enterarse de su muerte, se puso a llorar y, preguntándole la causa, dijo: “Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna”.




APÓSTOL DE ANDALUCÍA,

EL CLERO ESPAÑOL TE ACLAMA,

Y AL RESPLANDOR DE TU VIDA

EN CELO ARDIENTE SE ABRASA.

Y AL RESPLANDOR DE TU VIDA

EN CELO ARDIENTE SE ABRASA.



Tu afán predicar a Cristo.

Tu amor la Iglesia y las almas.

De Pablo el fuego divino

prendido va en tu palabra.

Fuiste padre de santos sin par,

fuiste de almas seguro mentor.

Los caminos de España al cruzar

de tu vida y tu lengua el clamor

sacerdotes logró suscitar,

y templados de Cristo al amor;

a los pueblos hicisteis entrar

al camino que lleva hasta Dios.

3 de mayo de 2009

Ataque al Papa, ofensa contra España.


A continuación, podemos leer la carta que ha enviado el Cardenal Antonio Cañizares Llovera, administrador apostólico de Toledo y prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, tras la decisión adoptada por la Mesa del Congreso de los Diputados a favor de una iniciativa para reprobar públicamente las declaraciones de Benedicto XVI sobre el SIDA.


Queridos Sacerdotes y fieles de la archidiócesis:


Desde Roma, un saludo lleno de afecto y agradecimiento por vuestras oraciones.

Aquí me ha llegado la dolorosísima noticia de que la Mesa del Congreso de Diputados ha admitido a trámite la discusión de la propuesta o moción de reprobación de nuestro queridísimo Santo Padre, el Papa Benedicto XVI.

Además de lamentar y rechazar este hecho por lo que supone de ataque e ignominia hacia un hombre de Dios, un hombre bueno y justo, máximo defensor del hombre, de su dignidad y sus derechos fundamentales, promotor como pocos de la cultura de la paz y de la civilización del amor a favor de todos los hombres sin discriminación alguna; además, también, de ser este lamentable hecho una decisión que no representa a España ni a la inmensa mayoría de los votantes de todos los partidos, que deberían representarnos de verdad a los ciudadanos, constituye una ofensa a España misma, siempre cercana al Papa y querida por él, y entraña un daño grave a las instituciones. Además de todo esto y, por encima de ello, pido que todas las Misas que se celebren el sábado y el domingo, se ofrezcan en reparación por nuestro padre y pastor que nos preside en la caridad, el buen Papa Benedicto XVI.

Queredlo muchísimo, orad para que Dios le consuele, le fortalezca, le dé sabiduría, nos lo conserve y proteja, para el bien del mundo y de la Iglesia. Pedid también para que quienes nos representan en el parlamento cambien, y Dios les ayude en la solución de los verdaderos y gravísimos problemas que afligen ahora al pueblo español.

De nuevo, quered mucho y apoyad al Papa. Con mi gratitud y bendición para todos.

+ Antonio, Card. Cañizares Llovera.

2 de mayo de 2009

Pastor Bonus.

Salmo 22.

El Señor es mi Pastor, nada me falta:

en verdes praderas me hace recostar;

me conduce hacia fuentes tranquilas

y repara mis fuerzas;

me guía por el sendero justo,

por el honor de su nombre.


Aunque camine por cañadas oscuras,

nada temo, porque tu vas conmigo:

tu vara y tu cayado me sosiegan.


Preparas una mesa ante mí,

enfrente de mis enemigos;

me unges la cabeza con perfume,

y mi copa rebosa.


Tu bondad y tu misericordia me acompañan

todos los días de mi vida,

y habitaré en la casa del Señor

por años sin término.

No temáis, pequeño rebaño.


La Iglesia es en medio del mundo, un débil y pequeño rebaño que Jesús nuestro Señor pastorea.

La Iglesia es una realidad débil; es débil, no porque no cuenta con grandes ejércitos, porque no tiene unos ilimitados recursos económicos, porque no cuenta entre las grandes potencias mundiales que pretenden decidir el destino de la historia. La Iglesia es débil, porque carga con los pecados de sus miembros. Pero a pesar de ello, a este pequeño rebaño que peregrina por este mundo hacia la patria definitiva, el Señor Jesús le pide fortaleza. Fortaleza que hace capaz de vencer el temor y hace frente a las pruebas y a las persecuciones.

No han faltado nunca a la Iglesia, las pruebas y las persecuciones, ni le falta tampoco hoy y tal vez en el futuro. Nuestro continente europeo, que ha crecido alentado por el cristianismo, aumenta la dificultad de vivir la propia fe en Jesús, en un contexto social y cultural en que el proyecto de vida cristiano se ve continuamente amenazado. Una amenaza que podemos comprobar cada día; en una legislación civil muchas veces contraria a la ley moral natural; en estilos de vida marcados por el agnosticismo y la indiferencia religiosa; en un ambiente social que desprecia abiertamente la herencia cristiana. Ante todo esto, resuena la voz de nuestro Señor que nos dice una y otra vez: “No temáis, pequeño rebaño, yo he vencido al mundo”.

La confianza de este pequeño rebaño que es la Iglesia, no se deposita en los poderes de este mundo, sino en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nuestra fortaleza, la fortaleza de la Iglesia, reside en su Cabeza, que es Cristo, el Buen Pastor. El no abandona a sus ovejas, el las conoce, las llama por su nombre y da su vida por ellas.

Escuchemos esta llamada de Cristo y pidamos también este fin de semana el don de la fortaleza para los ministros que el Señor escogió como instrumentos suyos, como servidores del Buen Pastor, para que sean imagen viva del amor de Cristo en el mundo.

19 de abril de 2009

¡Señor mío y Dios mío!.


Celebramos el II Domingo de Pascua. Los hechos de los apóstoles, en la 1ª lectura de la liturgia de este fin de semana, nos narra el ambiente de la primera comunidad cristiana. Una comunidad donde había comunión de pensamientos y sentimientos; una comunidad donde había una íntima preferencia por el prójimo y, sobre todo, una comunidad que daba testimonio de la Resurrección del Señor.

En la 2ª lectura, la primera carta de san Juan escrita hacia el final del primer siglo, cuando ya la comunidad cristiana había atravesado por diversas y dolorosas pruebas, hace presente que “quien ha nacido de Dios”, es decir, el que tiene fe, ha vencido al mundo.

El evangelio que hoy se proclama, expone la fe todavía incrédula de Tomás y su paso a una confesión magnífica de la divinidad del Señor.

La figura de Tomás, así llamado el “incrédulo” nos estimula en nuestra vida cristiana para vivir con un mayor compromiso. Tomás tiene dificultad para creer que Jesús ha resucitado. Es una verdad de tal magnitud y de tantas implicaciones, que no alcanza a aceptarla bien sea por el temor, bien sea por la inmensa alegría que le producía. Sin embargo, Tomás hizo una experiencia maravillosa: “logró tocar a Cristo”, logró sentirlo cerca de su propia vida, cerca de sus afanes, cerca de su misión. Tomás comprendió que aquel que estaba de frente a Él, no era un simple hombre: era el Verbo de Dios encarnado y por eso le dijo; ¡Señor mío y Dios mío!. Era Cristo mismo que había resucitado y no moría más. Evidentemente esta experiencia es necesaria para asumir un compromiso cristiano: quien no comprende quién es Cristo y qué ha hecho por él, no puede comprometerse realmente. Su fe será siempre una cuestión periférica. Pero quien se sabe salvado de la muerte eterna, de la “segunda muerte”, de la perdición eterna, no se puede sino “cantar las misericordias de Dios” que nos amó cuando éramos pecadores y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.

Y así, Tomás no pudo quedar igual después de la experiencia de Cristo. Salió como un apóstol convencido, salió del cenáculo para anunciar a Cristo a sus hermanos. ¡Qué grande necesidad tenemos de hacer esta experiencia de Tomás! Ojalá que cada uno de nosotros pueda sentir el amor de Cristo con tanta intensidad que pueda salir del mismo modo que Tomás.

Este domingo de Pascua nos invita, a renovar “nuestra fe que vence al mundo”. Una fe que es sobre todo creer en Jesucristo, hijo de Dios que tomó carne en el seno de la Virgen, que predicó, padeció, murió y resucitó por nuestra salvación. Una fe que es valorar en toda su profundidad el misterio de la encarnación. Así como la primera comunidad vivía intensamente su fe en Cristo resucitado y daba testimonio de ella ante una sociedad pagana y gnóstica, así hoy nos corresponde dar testimonio de esa misma fe. Nos corresponde transmitir a las futuras generaciones la pureza de la doctrina y la rectitud de las costumbres emanadas del Evangelio y de la enseñanza de Cristo a su Iglesia.

Todo el que nace de Dios vence al mundo. En esta afirmación, encontramos una invitación profunda a volver a la raíz de nuestra fe. Nacer de Dios es recibir la fe, es recibir el bautismo y con él la gracia y la filiación divina. El mundo se presenta aquí como esa serie de actitudes, comportamientos, modos de pensar y de vivir que no provienen de Dios, que se oponen a Dios. Cristo mismo había dicho a sus apóstoles: vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo. Así pues, vencer al mundo significa “ganarlo para Dios”, significa “restaurar todas las cosas en Cristo, piedra angular; significa valorar apropiadamente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. En Cristo, Verbo de Dios hecho carne, nosotros los cristianos vencemos al mundo. Él ha establecido un “admirable comercio”: él tomo de nosotros nuestra carne mortal, nosotros hemos recibido de él la participación en la naturaleza divina.

Así como san Juan invitaba a la comunidad primitiva a afirmar su fe en el Hijo de Dios que ha venido realmente en la carne, así hoy nosotros estamos invitados a reafirmar nuestra fe en Cristo, en quien nosotros tenemos la salvación y el acceso al Padre, pues no hay otro nombre bajo el cual podamos ser salvados.

Juan invita a sus lectores a no separar su fe de su vida y sus obras, peligro que vivía la comunidad de entonces, y peligro que vive nuestras comunidades cristianas hoy. Se trata, de amar a Dios y cumplir sus mandatos. Tratemos de descubrir en los mandatos que vienen de Dios y se nos manifiesta a través de la Iglesia, no una imposición externa, sino la “verdad más profunda de nuestras vidas”. Aquello que nos conducirá a una plena vida cristiana, aquello que hará que triunfemos sobre el mundo y reinemos con Cristo resucitado, ¡Señor nuestro y Dios nuestro!.

16 de abril de 2009

¡Felicidades!, Santo Padre.


Hoy, 16 de abril, el Santo Padre Benedicto XVI, cumple 82 años. Nació en Marktl am Inn, diócesis de Passau (Alemania), el 16 de abril de 1927, un Sábado Santo. Además, el próximo domingo día 19, hará 4 años que fue elegido Papa. Hoy, unimos los dos acontecimientos y lo felicitamos, y que mejor que una oración elevada a Nuestro Señor por su persona y su ministerio:



Oh Dios,

que para suceder al apóstol san Pedro,

elegiste a tu siervo Benedicto XVI

como pastor de tu grey,

escucha la plegaria de tu pueblo

y haz que nuestro Papa,

Vicario de Cristo en la tierra,

confirme en la fe a todos los hermanos,

y que toda la Iglesia se mantenga en comunión con él

por el vínculo de la unidad, del amor y de la paz,

para que todos encuentren en ti,

Pastor de los hombres,

la verdad y la vida eterna.

Por nuestro Señor Jesucristo.

12 de abril de 2009

CRISTO VIVE, ¡HA RESUCITADO!.


¡Aleluya, aleluya!.

La Resurrección de Jesucristo es el misterio más importante de nuestra fe cristiana. En la Resurrección de Jesucristo está el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación. Por eso, la celebración de la fiesta de la Resurrección es la más grande del Año Litúrgico, pues si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe... y también nuestra esperanza.

Y esto es así, porque Jesucristo no sólo ha resucitado El, sino que nos ha prometido que nos resucitará también a nosotros. La Sagrada Escritura nos dice que saldremos a una resurrección de vida o a una resurrección de condenación, según hayan sido nuestras obras durante nuestra vida en la tierra.

Así, la Resurrección de Cristo nos anuncia nuestra salvación; es decir, ser santificados por El para poder llegar al Cielo. Y además nos anuncia nuestra propia resurrección, pues Cristo nos dice: “el que cree en Mí tendrá vida eterna: y yo lo resucitaré en el último día”.

La Resurrección del Señor recuerda un interrogante que siempre ha estado en la mente de los seres humanos, y que hoy en día surge con renovado interés: ¿Hay vida después de esta vida? ¿Qué sucede después de la muerte? ¿Queda el hombre reducido al polvo? ¿Hay un futuro a pesar de que nuestro cuerpo esté bajo tierra y en descomposición, o tal vez esté hecho cenizas, o pudiera quizá estar desaparecido en algún lugar desconocido?.

La Resurrección de Jesucristo nos da respuesta a todas estas preguntas. Y la respuesta es la siguiente: seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como El lo tiene prometido a todo el que cumpla la Voluntad del Padre. Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad.

La vida de Jesucristo nos muestra el camino que hemos de recorrer todos nosotros para poder alcanzar esa promesa de nuestra resurrección. Su vida fue -y así debe ser la nuestra- de una total identificación de nuestra voluntad con la Voluntad de Dios durante esta vida. Sólo así podremos dar el paso a la otra Vida, al Cielo que Dios Padre nos tiene preparado desde toda la eternidad, donde estaremos en cuerpo y alma gloriosos, como está Jesucristo y como está su Madre, la Santísima Virgen María.

Por todo esto, la Resurrección de Cristo y su promesa de nuestra propia resurrección nos invita a cambiar nuestro modo de ser, nuestro modo de pensar, de actuar, de vivir. Es necesario “morir a nosotros mismos”; es necesario morir a “nuestro viejo yo”. Nuestro viejo yo debe quedar muerto, crucificado con Cristo, para dar paso al “hombre nuevo”, de manera de poder vivir una vida nueva.

Sin embargo, sabemos que todo cambio cuesta, sabemos que toda muerte duele. Y la muerte del propio “yo” va acompañada de dolor. No hay otra forma. Pero no habrá una vida nueva si no nos “despojamos del hombre viejo y de la manera de vivir de ese hombre viejo”.

Y así como no puede alguien resucitar sin antes haber pasado por la muerte física, así tampoco podemos resucitar a la vida eterna si no hemos enterrado nuestro “yo”. Y ¿qué es nuestro “yo”? El “yo” incluye nuestras tendencias al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud.

Y el “yo” también incluye el apego a nuestros propios deseos y planes, a nuestras propias maneras de ver las cosas, a nuestras propias ideas, a nuestros propios razonamientos; es decir, a todo aquello que aún pareciendo lícito, no está en la línea de la voluntad de Dios para cada uno de nosotros.

Durante toda la Cuaresma la Palabra de Dios nos ha estado hablando de “conversión”, de cambio de vida. A esto se refiere ese llamado: a cambiar de vida, a enterrar nuestro “yo”, para poder resucitar con Cristo. Consiste todo esto en poner a Dios en primer lugar en nuestra vida y a amarlo sobre todo lo demás. Y amarlo significa complacerlo en todo. Y complacer a Dios en todo significa hacer sólo su Voluntad ... no la nuestra.

Así, poniendo a Dios de primero en todo, muriendo a nuestro “yo”, podremos estar seguros de esa resurrección de vida que Cristo promete a aquéllos que hayan obrado bien, es decir, que hayan cumplido, como El, la Voluntad del Padre.

¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!.

11 de abril de 2009

Stabat Mater Dolorosa...


Sí, todo ha terminado. Y la soledad la golpea. Estalla la soledad de María en la noche…

La han acompañado un rato. La han mirado con lástima. Le han dado palabras de consuelo. Pero, ahora se han ido. La han dejado sola; han vuelto a sus casas.

María está sola. En sus oídos de madre aún resuena el grito angustioso de su Hijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Sus labios de madre repiten ahora: “Hijo, ¿por qué me has abandonado?”

¡Quién pudiera sondear el misterio del alma de María! Porque, cualquiera puede imaginar su dolor de madre ante la muerte espantosa del hijo.

Pero, nadie puede imaginar el dolor de la Madre de un hombre que también es Dios. Nadie puede imaginar el dolor de una madre que, porque es Madre de Dios, es madre nuestra. Porque, el alma de María fue preparada por la gracia para que fuera capaz de llevar en sí todos los dolores de todas las madres.

Por eso, no nos engañe la humildad y pequeñez de la figura de María. Detrás de sus hábitos de aldeana, de su figura desapercibida, sin reporteros ni flashes; detrás de su silencio y del trabajo humilde de mujer de casa, María llevaba en sí la más admirable de las obras del Todopoderoso: su alma plena de Gracia...

Porque María no ve: María cree. Ella solo ve el fracaso de su Hijo, solo le queda el cuerpo destrozado en una tumba fría.

El fracaso del Hijo es su propio fracaso. Y la muerte del Hijo, su propia muerte. Cristo fracasa y muere. Ella debió vivir ese fracaso y esa muerte.

Tiene fe. La fe más sólida. La fe más pura. La fe más fuerte. Porque, el “hágase en mí según tu palabra”, pronunciado por María años atrás, resuena ahora en su soledad como el único hilo de esperanza.

Cristo y María han agotado hasta lo último todas las experiencias del sufrir humano. No hay un solo dolor que el hombre padezca que ellos no hayan padecido.

Todo faltó a Cristo. Todo faltó a María. La cruz fue para los dos el resumen, el colmo de todas las carencias. Ni riquezas, ni vestidos, ni agua, ni comida. No tuvieron en la cruz ni una sola cosa de las que ofrece el mundo: sólo hiel y vinagre, lanza y clavos.

En su desgarrada soledad, María sigue crucificada. Sigue pronunciando, libre y serena, el “hágase en mí” de su total despojo.

El mundo moderno no nos prepara para ser cristianos. Porque sus objetivos más vitales son simplemente la búsqueda de todo aquello a lo cual Cristo y María se negaron. Multiplica la riqueza, hace al hombre poseedor de bienes materiales; lo enloquece con su propaganda; le abre los brazos de un abundancia material inimaginable... María, muda, sigue señalando a su Hijo, muerto y desnudo, que colgó cocido con clavos al madero.

El mundo huye del dolor. María, en el silencio, sigue señalando a su Hijo muerto.

El mundo moderno adora al hombre, lo hace su “dios”; le da poder sobre el bien y el mal; lo libera de toda moral; lo hace rechazar toda autoridad, toda jerarquía; desprecia las canas del anciano, la palabra de los padres,… A nadie obedecen, a nadie prestan fe. No tienen ley. No agacha la cabeza, no cede el paso ni el asiento... María, siempre muda, sigue señalando a su Hijo muerto.

El mundo moderno huye de la soledad y se entrega al ruido y a la diversión desbordante. María, muda, nos muestra el rostro impasible de su soledad crucificada.

Pero, ¿qué le importa al mundo la soledad de María?, ¿qué le importa del Dios Jesús, que yace en el sepulcro?.

Porque, el hombre moderno es triste. Y vive la angustia de su soledad quizás sin darse cuenta, engañado por el mundo. Nada sabe de servicio, de abnegación. El mundo le ha enseñado que lo único que cuenta es afirmarse a sí mismo. Nadie le ha enseñado que amar es darse, y que el amor exige sacrificios.

El corazón del hombre no ha sido hecho para encerrarse en el pecho. Dios nos ha hecho para amar, para darnos al hermano en todo lo que somos.

Sólo Dios puede llenar el corazón del hombre, y sólo en Dios podemos amar verdaderamente a nuestros hermanos.

La soledad del egoísta es terrible y sin sentido; en cambio, la soledad del que da sin esperar recibir, elimina el absurdo con la esperanza de la Resurrección.

La Iglesia no quiere engañarnos. No puede predicar otra cosa que la cruz. La Iglesia nació en una Cruz. Y todo cristiano debe llevar la suya. María la llevó mil veces. Y María estaba sola. Pero, su soledad resuena con su “hágase”. Y su fe la sostiene en la crueldad del desamparo. No es soledad desesperada. Es la soledad fuerte de la que supo permanecer de pie, junto a la Cruz.

Cuando nos asalte la soledad; cuando pensemos que nadie nos quiere; cuando al sufrir parezcan ridículas las palabras de consuelo; cuando el apretón de manos no nos diga nada; cuando el dolor nos golpe sin cesar; cuando no entendamos nada y corramos el riesgo de enloquecernos o desesperarnos; cuando creamos que Dios nos ha abandonado y sintamos la tentación de la rebeldía... pensemos en María, nuestra Madre de los Dolores y de la Soledad.

10 de abril de 2009

Tarde de Viernes Santo.


Hoy es Viernes Santo, y la liturgia nos recuerda a los cristianos que nuestro destino está unido al de Dios Padre mediante la cruz de su Hijo. Hoy es Viernes Santo. Y el camino hacia el Calvario nos enseña a todos a vivir y a querer también la cara oscura de nuestro mundo: el sufrimiento, la debilidad y la muerte. Hoy es Viernes Santo, y el sueño de Jesucristo se realiza plenamente. El sueño de Jesucristo es dar vida, perdón, amor y salvación a todos mediante su muerte en cruz.

"Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13), había dicho Jesús. Estas palabras fueron confirmadas con una muerte tan atroz como injusta. Sin embargo, este drama en el que la malicia humana y el Amor de Dios llegan al colmo, crea un orden nuevo: Dios saca de este mal el bien supremo de la Redención del mundo.

La Cruz de Cristo, a la que nos invita a mirar la Liturgia del Viernes Santo, es el árbol de la vida y el madero de nuestra salvación.

El amor de Jesús es verdadero y la cruz, a la que hoy dirigimos nuestra mirada, es la prueba del amor grande de Dios. La muerte de Jesús en la Cruz nos descubre la verdad de la Encarnación del Hijo de Dios. Vino a estar con nosotros con todas las consecuencias. Quiso entrar en nuestro mundo dominado por el pecado, privado de la gloria de Dios, dominado por la ceguera y la rebeldía con la colaboración de nuestros errores y nuestras ambiciones.

Todos hemos puesto nuestras manos en El. Cuando nos hemos olvidado del amor de Dios, cuando nos hemos dejado dominar por las cosas de este mundo, cuando no hemos querido ver el dolor de nuestros hermanos. Esa Cruz es la Cruz de nuestros olvidos y nuestras cobardías.

Pero el Calvario, lugar de dolor y de muerte, es también lugar de vida y de esperanza. Aceptando la muerte, Jesús alcanza la plenitud de su vida. Ahora ha cumplido enteramente la voluntad del Padre, ahora ha llevado su amor hasta el fin, ahora es levantado por la grandeza de su amor como Rey de la humanidad y de la creación entera.

En esta cumbre de su amor y de su misericordia, Jesús nos manifiesta el corazón de un Dios que es capaz de morir y de dejar morir a su Hijo para acercarse a nosotros, para convencernos de que nos ama de verdad y de que es El la verdadera fuente de nuestra vida y el verdadero objetivo de nuestra esperanza.

En la Cruz de Jesús, la Palabra eterna del Padre se hace palabra humana para decirnos la gran verdad del amor que Dios nos tiene. Desde entonces, cada uno de nosotros podemos decir, Dios me ama, Dios ha muerto por mí, puedo confiar en El, no me dejará solo ni siquiera en la gran soledad de la muerte. Nadie es despreciable a los ojos de Dios. Dios nos ama a todos, ha muerto por todos. Cada hombre, cada mujer, desde el momento de su concepción, está dignificado y engrandecido por el amor de un Dios que ha muerto por él para rescatarlo de la muerte y llevarlo hasta la vida eterna.

De esta manera, la cruz, que era el destino final de los esclavos y de los malhechores, se convierte en símbolo del amor desbordante de un Dios que sufre en su carne las consecuencias del poder del mal en el mundo. La Cruz de Jesús levantada hasta el Cielo, es el verdadero camino de nuestra salvación que llega hasta la vida eterna. Con sus brazos abiertos, es el ofrecimiento del perdón universal, el abrazo del amor eterno que nos da la vida. Desde entonces, esta cruz de Jesús nos acompaña en todos los momentos de nuestra vida, como signo gozoso del amor de Dios que por su Hijo Jesucristo nos salva para la vida eterna.

"Dios ha redimido al mundo mediante el sufrimiento, un dolor que alcanza las fronteras del misterio.” Pero precisamente mediante el sufrimiento, Él realiza la Redención, y expirando puede decir: “Todo está cumplido”.

Como le sucedió a Cristo, también para los cristianos cargar con la cruz no es algo opcional, sino una misión que hay que abrazar por amor. Cristo no deja de proponernos su invitación: “quien quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga”.

En realidad, seguir a Cristo por el camino de la cruz significa renunciar al propio proyecto, para acoger el de Dios. Es decir, acoger la invitación de Cristo a caminar junto a Él con una vida coherente de cristianos. Es renunciar a la “ley del mínimo esfuerzo” para vivir más bien según la “ley de la máxima entrega”.

Jesús, obediente al Padre, ha completado con su vida la misión recibida. Todo está cumplido y el reloj de Dios marca una nueva hora, la hora del perdón.

Todo está cumplido y sin embargo, todo está por hacer. Porque la luz sigue viniendo a los hombres y muchos la rechazan. Porque el amor sigue viniendo a los hombres y muchos no lo entienden. Porque el perdón sigue viniendo a los hombres y muchos no lo acogen. Donde no hay luz, donde no reina el amor, donde no se celebra el perdón surge el Viernes Santo: violencia, odio, sangre y muerte.

En el Viernes Santo de Jesús la tierra tembló, el velo del templo se rasgó, la oscuridad cubrió la tierra. Eran los dolores del parto de la tierra nueva y los cielos nuevos. Era la alegría de la misión cumplida. Era el comienzo de la nueva vida en el Espíritu.

Nosotros estamos llamados a vivir el Viernes Santo de Jesús y completar su obra de redención y perdón. Mientras alguien sufra injustamente como Jesús será Viernes Santo.

Todo está cumplido pero Jesús no ha terminado. Jesús sigue actuando, salvando y perdonando a través de su Iglesia.

Este Viernes Santo, los cristianos somos invitados a mirar al que crucificaron y a llevar nuestra cruz, compartiendo la agonía de Cristo que sufre hasta el final de los tiempos. Nosotros, hoy, no hemos llorado pero sí hemos sentido el dolor de Jesús y sí hemos aprendido que su amor por cada uno de nosotros no tiene límites.

Señor Jesús, Tú nos has ganado el corazón. Nosotros somos el fruto de tu amor. Hoy, en esta tarde de Viernes Santo queremos acercarnos a tu Cruz, queremos estar cerca de Tí. Necesitamos sentirnos envueltos por tu mirada de amor, misericordia y compasión, queremos vivir siempre dentro de tu Iglesia, fruto de tu fidelidad, de la grandeza del amor de Dios y del don del Espíritu Santo que brota de Tí.

Señor Jesús, humildemente, en nuestra pobre vida, y sobre todo, en esta tarde de Viernes Santo, queremos ayudarte a llevar el peso de la Cruz, manteniendo viva nuestra fe en la bondad de Dios en medio de todos los sufrimientos, confiando en el triunfo del amor de Dios sobre todos los fracasos y decepciones de nuestra vida, devolviendo bien por mal, haciendo el bien a nuestros hermanos y anunciando con inmensa gratitud la esperanza de la gran pascua de la vida que Tú has inaugurado desde el árbol fecundo de la Cruz.


9 de abril de 2009

IN COENA DOMINI.


Este día, como cada Jueves Santo, la Iglesia lo celebra lleno de acontecimientos: recordamos y agradecemos al Señor; la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial, el amor hecho de servicio a todos los hombres...

La Cena Eucarística es la Nueva y Eterna Alianza que sustituye a la del Antiguo Testamento. La celebración de esta tarde enlaza con aquel Jueves en que Cristo se reúne con sus discípulos. El misterio de la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía al que adoramos con profunda reverencia, une estos dos Jueves, el de hace más de 2000 años y el de hoy. El misterio elimina el tiempo y nos permite estar también con el Señor en aquella tarde de Jueves Santo en Jerusalem. Porque alli sucedieron muchas cosas. Jesús había deseado ardientemente que llegara ese momento. Ante la inoportuna discusión por parte de los discípulos sobre quién sería el primero en el Reino, Jesús hizo ese servicio sorprendente de lavarles los pies uno a uno y que escandalizó a Pedro porque ésta era una tarea de esclavos. Fue una lección inolvidable.

"Sabiendo Jesús que había llegado la hora..., comenzó a lavar los pies de los discípulos". El Maestro les dijo: “¿Entienden lo que he hecho con ustedes...?”. Es decir, la entrega servicial y el amor a los demás no deben detenerse ante nada ni ante nadie, ni siquiera ante la muerte, porque ahí se demuestra el amor más grande.

La pasión y la muerte de Cristo, constituyen el servicio de amor fundamental con el que el Hijo de Dios liberó a la humanidad del pecado. Al mismo tiempo, la pasión y muerte de Cristo revelan el sentido profundo del nuevo mandamiento que confió a los apóstoles: «como yo os he amado, amaos también los unos a los otros» (Juan 13, 34). También al entregar el pan convertido en su Cuerpo y el vino convertido en su Sangre les dijo: “Haced esto en conmemoración mía» (1 Corintios 11, 24. 25).

El Señor les pide que se amen unos a otros como Él les ha amado y les deja el Santísimo Sacramento de la Eucaristía

La Eucaristía es un memorial en plenitud: el pan y el vino, por la acción del Espíritu Santo, se convierten realmente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se entrega para ser alimento del hombre en su camino sobre la tierra. La encarnación del Verbo en el seno de María y su presencia en la Eucaristía se rigen por la misma lógica de amor. Es el amor en el sentido más bello y puro. Jesús pidió insistentemente a sus discípulos que permanecieran en este amor suyo.

Para permanecer fieles a este mandato, para permanecer unidos a Él como los sarmientos a la vid, para amar como Él ha amado es necesario alimentarse de su Cuerpo y de su Sangre. Al decirles a los apóstoles, «haced esto en conmemoración mía», el Señor unió la Iglesia al memorial viviente de su Pascua.

Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, no deja un símbolo o un recuerdo al marcharse, sino que deja la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos deja un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desaparecer con el tiempo. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente con su Cuerpo y con su Sangre.

La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y movido por su Amor, quien no necesita de nada, no quiere prescindir de nosotros».

Jesucristo, sacerdote eterno, a pesar de ser el único sacerdote de la Nueva Alianza, quiso que hombres consagrados por el Espíritu Santo, actuaran en íntima unión con su Persona, distribuyendo el alimento de la vida.

Por este motivo, al contemplar a Cristo que instituye la Eucaristía, tomamos nuevamente conciencia de la importancia de los presbíteros en la Iglesia y de su relación con el Sacramento eucarístico.

El Sacramento del altar es «don y misterio», don y misterio es el sacerdocio, ambos surgidos del Corazón de Cristo en la Última Cena. Sólo una Iglesia enamorada de la Eucaristía genera, santas y numerosas vocaciones sacerdotales. Y lo hace a través de la oración y el testimonio de vida .

Pidamos al Señor en este Jueves Santo, que no le falte nunca al Pueblo de Dios el Pan que le sostenga a través de esta nuestra peregrinación terrena y supliquémosle que no deje de llamar a su servicio, a sacerdotes según su corazón.

Que aprendamos tus sacerdotes, Señor, a ser tus testigos fieles, sacrificados, comprometidos y portadores de la Verdad, no de nuestros intereses.

Que el sentido de lavatorio de los pies, no sea un simple rito, sino que sea el ejemplo de nuestra condición de cristianos, de que nos amamos de verdad.

Gracias Señor por esta tarde de Jueves Santo. Gracias por congregarnos en tu presencia. Gracias por tu ejemplo y amor incondicional y gracias por quedarte en la Eucaristía.

Que nos maravillemos cada día Señor al descubrir que toda la vida cristiana está ligada al «misterio de la fe», que en esta tarde celebramos solemnemente.