19 de abril de 2009

¡Señor mío y Dios mío!.


Celebramos el II Domingo de Pascua. Los hechos de los apóstoles, en la 1ª lectura de la liturgia de este fin de semana, nos narra el ambiente de la primera comunidad cristiana. Una comunidad donde había comunión de pensamientos y sentimientos; una comunidad donde había una íntima preferencia por el prójimo y, sobre todo, una comunidad que daba testimonio de la Resurrección del Señor.

En la 2ª lectura, la primera carta de san Juan escrita hacia el final del primer siglo, cuando ya la comunidad cristiana había atravesado por diversas y dolorosas pruebas, hace presente que “quien ha nacido de Dios”, es decir, el que tiene fe, ha vencido al mundo.

El evangelio que hoy se proclama, expone la fe todavía incrédula de Tomás y su paso a una confesión magnífica de la divinidad del Señor.

La figura de Tomás, así llamado el “incrédulo” nos estimula en nuestra vida cristiana para vivir con un mayor compromiso. Tomás tiene dificultad para creer que Jesús ha resucitado. Es una verdad de tal magnitud y de tantas implicaciones, que no alcanza a aceptarla bien sea por el temor, bien sea por la inmensa alegría que le producía. Sin embargo, Tomás hizo una experiencia maravillosa: “logró tocar a Cristo”, logró sentirlo cerca de su propia vida, cerca de sus afanes, cerca de su misión. Tomás comprendió que aquel que estaba de frente a Él, no era un simple hombre: era el Verbo de Dios encarnado y por eso le dijo; ¡Señor mío y Dios mío!. Era Cristo mismo que había resucitado y no moría más. Evidentemente esta experiencia es necesaria para asumir un compromiso cristiano: quien no comprende quién es Cristo y qué ha hecho por él, no puede comprometerse realmente. Su fe será siempre una cuestión periférica. Pero quien se sabe salvado de la muerte eterna, de la “segunda muerte”, de la perdición eterna, no se puede sino “cantar las misericordias de Dios” que nos amó cuando éramos pecadores y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados.

Y así, Tomás no pudo quedar igual después de la experiencia de Cristo. Salió como un apóstol convencido, salió del cenáculo para anunciar a Cristo a sus hermanos. ¡Qué grande necesidad tenemos de hacer esta experiencia de Tomás! Ojalá que cada uno de nosotros pueda sentir el amor de Cristo con tanta intensidad que pueda salir del mismo modo que Tomás.

Este domingo de Pascua nos invita, a renovar “nuestra fe que vence al mundo”. Una fe que es sobre todo creer en Jesucristo, hijo de Dios que tomó carne en el seno de la Virgen, que predicó, padeció, murió y resucitó por nuestra salvación. Una fe que es valorar en toda su profundidad el misterio de la encarnación. Así como la primera comunidad vivía intensamente su fe en Cristo resucitado y daba testimonio de ella ante una sociedad pagana y gnóstica, así hoy nos corresponde dar testimonio de esa misma fe. Nos corresponde transmitir a las futuras generaciones la pureza de la doctrina y la rectitud de las costumbres emanadas del Evangelio y de la enseñanza de Cristo a su Iglesia.

Todo el que nace de Dios vence al mundo. En esta afirmación, encontramos una invitación profunda a volver a la raíz de nuestra fe. Nacer de Dios es recibir la fe, es recibir el bautismo y con él la gracia y la filiación divina. El mundo se presenta aquí como esa serie de actitudes, comportamientos, modos de pensar y de vivir que no provienen de Dios, que se oponen a Dios. Cristo mismo había dicho a sus apóstoles: vosotros estáis en el mundo, pero no sois del mundo. Así pues, vencer al mundo significa “ganarlo para Dios”, significa “restaurar todas las cosas en Cristo, piedra angular; significa valorar apropiadamente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. En Cristo, Verbo de Dios hecho carne, nosotros los cristianos vencemos al mundo. Él ha establecido un “admirable comercio”: él tomo de nosotros nuestra carne mortal, nosotros hemos recibido de él la participación en la naturaleza divina.

Así como san Juan invitaba a la comunidad primitiva a afirmar su fe en el Hijo de Dios que ha venido realmente en la carne, así hoy nosotros estamos invitados a reafirmar nuestra fe en Cristo, en quien nosotros tenemos la salvación y el acceso al Padre, pues no hay otro nombre bajo el cual podamos ser salvados.

Juan invita a sus lectores a no separar su fe de su vida y sus obras, peligro que vivía la comunidad de entonces, y peligro que vive nuestras comunidades cristianas hoy. Se trata, de amar a Dios y cumplir sus mandatos. Tratemos de descubrir en los mandatos que vienen de Dios y se nos manifiesta a través de la Iglesia, no una imposición externa, sino la “verdad más profunda de nuestras vidas”. Aquello que nos conducirá a una plena vida cristiana, aquello que hará que triunfemos sobre el mundo y reinemos con Cristo resucitado, ¡Señor nuestro y Dios nuestro!.

16 de abril de 2009

¡Felicidades!, Santo Padre.


Hoy, 16 de abril, el Santo Padre Benedicto XVI, cumple 82 años. Nació en Marktl am Inn, diócesis de Passau (Alemania), el 16 de abril de 1927, un Sábado Santo. Además, el próximo domingo día 19, hará 4 años que fue elegido Papa. Hoy, unimos los dos acontecimientos y lo felicitamos, y que mejor que una oración elevada a Nuestro Señor por su persona y su ministerio:



Oh Dios,

que para suceder al apóstol san Pedro,

elegiste a tu siervo Benedicto XVI

como pastor de tu grey,

escucha la plegaria de tu pueblo

y haz que nuestro Papa,

Vicario de Cristo en la tierra,

confirme en la fe a todos los hermanos,

y que toda la Iglesia se mantenga en comunión con él

por el vínculo de la unidad, del amor y de la paz,

para que todos encuentren en ti,

Pastor de los hombres,

la verdad y la vida eterna.

Por nuestro Señor Jesucristo.

12 de abril de 2009

CRISTO VIVE, ¡HA RESUCITADO!.


¡Aleluya, aleluya!.

La Resurrección de Jesucristo es el misterio más importante de nuestra fe cristiana. En la Resurrección de Jesucristo está el centro de nuestra fe cristiana y de nuestra salvación. Por eso, la celebración de la fiesta de la Resurrección es la más grande del Año Litúrgico, pues si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe... y también nuestra esperanza.

Y esto es así, porque Jesucristo no sólo ha resucitado El, sino que nos ha prometido que nos resucitará también a nosotros. La Sagrada Escritura nos dice que saldremos a una resurrección de vida o a una resurrección de condenación, según hayan sido nuestras obras durante nuestra vida en la tierra.

Así, la Resurrección de Cristo nos anuncia nuestra salvación; es decir, ser santificados por El para poder llegar al Cielo. Y además nos anuncia nuestra propia resurrección, pues Cristo nos dice: “el que cree en Mí tendrá vida eterna: y yo lo resucitaré en el último día”.

La Resurrección del Señor recuerda un interrogante que siempre ha estado en la mente de los seres humanos, y que hoy en día surge con renovado interés: ¿Hay vida después de esta vida? ¿Qué sucede después de la muerte? ¿Queda el hombre reducido al polvo? ¿Hay un futuro a pesar de que nuestro cuerpo esté bajo tierra y en descomposición, o tal vez esté hecho cenizas, o pudiera quizá estar desaparecido en algún lugar desconocido?.

La Resurrección de Jesucristo nos da respuesta a todas estas preguntas. Y la respuesta es la siguiente: seremos resucitados, tal como Cristo resucitó y tal como El lo tiene prometido a todo el que cumpla la Voluntad del Padre. Su Resurrección es primicia de nuestra propia resurrección y de nuestra futura inmortalidad.

La vida de Jesucristo nos muestra el camino que hemos de recorrer todos nosotros para poder alcanzar esa promesa de nuestra resurrección. Su vida fue -y así debe ser la nuestra- de una total identificación de nuestra voluntad con la Voluntad de Dios durante esta vida. Sólo así podremos dar el paso a la otra Vida, al Cielo que Dios Padre nos tiene preparado desde toda la eternidad, donde estaremos en cuerpo y alma gloriosos, como está Jesucristo y como está su Madre, la Santísima Virgen María.

Por todo esto, la Resurrección de Cristo y su promesa de nuestra propia resurrección nos invita a cambiar nuestro modo de ser, nuestro modo de pensar, de actuar, de vivir. Es necesario “morir a nosotros mismos”; es necesario morir a “nuestro viejo yo”. Nuestro viejo yo debe quedar muerto, crucificado con Cristo, para dar paso al “hombre nuevo”, de manera de poder vivir una vida nueva.

Sin embargo, sabemos que todo cambio cuesta, sabemos que toda muerte duele. Y la muerte del propio “yo” va acompañada de dolor. No hay otra forma. Pero no habrá una vida nueva si no nos “despojamos del hombre viejo y de la manera de vivir de ese hombre viejo”.

Y así como no puede alguien resucitar sin antes haber pasado por la muerte física, así tampoco podemos resucitar a la vida eterna si no hemos enterrado nuestro “yo”. Y ¿qué es nuestro “yo”? El “yo” incluye nuestras tendencias al pecado, nuestros vicios y nuestras faltas de virtud.

Y el “yo” también incluye el apego a nuestros propios deseos y planes, a nuestras propias maneras de ver las cosas, a nuestras propias ideas, a nuestros propios razonamientos; es decir, a todo aquello que aún pareciendo lícito, no está en la línea de la voluntad de Dios para cada uno de nosotros.

Durante toda la Cuaresma la Palabra de Dios nos ha estado hablando de “conversión”, de cambio de vida. A esto se refiere ese llamado: a cambiar de vida, a enterrar nuestro “yo”, para poder resucitar con Cristo. Consiste todo esto en poner a Dios en primer lugar en nuestra vida y a amarlo sobre todo lo demás. Y amarlo significa complacerlo en todo. Y complacer a Dios en todo significa hacer sólo su Voluntad ... no la nuestra.

Así, poniendo a Dios de primero en todo, muriendo a nuestro “yo”, podremos estar seguros de esa resurrección de vida que Cristo promete a aquéllos que hayan obrado bien, es decir, que hayan cumplido, como El, la Voluntad del Padre.

¡FELIZ PASCUA DE RESURRECCIÓN!.

11 de abril de 2009

Stabat Mater Dolorosa...


Sí, todo ha terminado. Y la soledad la golpea. Estalla la soledad de María en la noche…

La han acompañado un rato. La han mirado con lástima. Le han dado palabras de consuelo. Pero, ahora se han ido. La han dejado sola; han vuelto a sus casas.

María está sola. En sus oídos de madre aún resuena el grito angustioso de su Hijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Sus labios de madre repiten ahora: “Hijo, ¿por qué me has abandonado?”

¡Quién pudiera sondear el misterio del alma de María! Porque, cualquiera puede imaginar su dolor de madre ante la muerte espantosa del hijo.

Pero, nadie puede imaginar el dolor de la Madre de un hombre que también es Dios. Nadie puede imaginar el dolor de una madre que, porque es Madre de Dios, es madre nuestra. Porque, el alma de María fue preparada por la gracia para que fuera capaz de llevar en sí todos los dolores de todas las madres.

Por eso, no nos engañe la humildad y pequeñez de la figura de María. Detrás de sus hábitos de aldeana, de su figura desapercibida, sin reporteros ni flashes; detrás de su silencio y del trabajo humilde de mujer de casa, María llevaba en sí la más admirable de las obras del Todopoderoso: su alma plena de Gracia...

Porque María no ve: María cree. Ella solo ve el fracaso de su Hijo, solo le queda el cuerpo destrozado en una tumba fría.

El fracaso del Hijo es su propio fracaso. Y la muerte del Hijo, su propia muerte. Cristo fracasa y muere. Ella debió vivir ese fracaso y esa muerte.

Tiene fe. La fe más sólida. La fe más pura. La fe más fuerte. Porque, el “hágase en mí según tu palabra”, pronunciado por María años atrás, resuena ahora en su soledad como el único hilo de esperanza.

Cristo y María han agotado hasta lo último todas las experiencias del sufrir humano. No hay un solo dolor que el hombre padezca que ellos no hayan padecido.

Todo faltó a Cristo. Todo faltó a María. La cruz fue para los dos el resumen, el colmo de todas las carencias. Ni riquezas, ni vestidos, ni agua, ni comida. No tuvieron en la cruz ni una sola cosa de las que ofrece el mundo: sólo hiel y vinagre, lanza y clavos.

En su desgarrada soledad, María sigue crucificada. Sigue pronunciando, libre y serena, el “hágase en mí” de su total despojo.

El mundo moderno no nos prepara para ser cristianos. Porque sus objetivos más vitales son simplemente la búsqueda de todo aquello a lo cual Cristo y María se negaron. Multiplica la riqueza, hace al hombre poseedor de bienes materiales; lo enloquece con su propaganda; le abre los brazos de un abundancia material inimaginable... María, muda, sigue señalando a su Hijo, muerto y desnudo, que colgó cocido con clavos al madero.

El mundo huye del dolor. María, en el silencio, sigue señalando a su Hijo muerto.

El mundo moderno adora al hombre, lo hace su “dios”; le da poder sobre el bien y el mal; lo libera de toda moral; lo hace rechazar toda autoridad, toda jerarquía; desprecia las canas del anciano, la palabra de los padres,… A nadie obedecen, a nadie prestan fe. No tienen ley. No agacha la cabeza, no cede el paso ni el asiento... María, siempre muda, sigue señalando a su Hijo muerto.

El mundo moderno huye de la soledad y se entrega al ruido y a la diversión desbordante. María, muda, nos muestra el rostro impasible de su soledad crucificada.

Pero, ¿qué le importa al mundo la soledad de María?, ¿qué le importa del Dios Jesús, que yace en el sepulcro?.

Porque, el hombre moderno es triste. Y vive la angustia de su soledad quizás sin darse cuenta, engañado por el mundo. Nada sabe de servicio, de abnegación. El mundo le ha enseñado que lo único que cuenta es afirmarse a sí mismo. Nadie le ha enseñado que amar es darse, y que el amor exige sacrificios.

El corazón del hombre no ha sido hecho para encerrarse en el pecho. Dios nos ha hecho para amar, para darnos al hermano en todo lo que somos.

Sólo Dios puede llenar el corazón del hombre, y sólo en Dios podemos amar verdaderamente a nuestros hermanos.

La soledad del egoísta es terrible y sin sentido; en cambio, la soledad del que da sin esperar recibir, elimina el absurdo con la esperanza de la Resurrección.

La Iglesia no quiere engañarnos. No puede predicar otra cosa que la cruz. La Iglesia nació en una Cruz. Y todo cristiano debe llevar la suya. María la llevó mil veces. Y María estaba sola. Pero, su soledad resuena con su “hágase”. Y su fe la sostiene en la crueldad del desamparo. No es soledad desesperada. Es la soledad fuerte de la que supo permanecer de pie, junto a la Cruz.

Cuando nos asalte la soledad; cuando pensemos que nadie nos quiere; cuando al sufrir parezcan ridículas las palabras de consuelo; cuando el apretón de manos no nos diga nada; cuando el dolor nos golpe sin cesar; cuando no entendamos nada y corramos el riesgo de enloquecernos o desesperarnos; cuando creamos que Dios nos ha abandonado y sintamos la tentación de la rebeldía... pensemos en María, nuestra Madre de los Dolores y de la Soledad.

10 de abril de 2009

Tarde de Viernes Santo.


Hoy es Viernes Santo, y la liturgia nos recuerda a los cristianos que nuestro destino está unido al de Dios Padre mediante la cruz de su Hijo. Hoy es Viernes Santo. Y el camino hacia el Calvario nos enseña a todos a vivir y a querer también la cara oscura de nuestro mundo: el sufrimiento, la debilidad y la muerte. Hoy es Viernes Santo, y el sueño de Jesucristo se realiza plenamente. El sueño de Jesucristo es dar vida, perdón, amor y salvación a todos mediante su muerte en cruz.

"Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13), había dicho Jesús. Estas palabras fueron confirmadas con una muerte tan atroz como injusta. Sin embargo, este drama en el que la malicia humana y el Amor de Dios llegan al colmo, crea un orden nuevo: Dios saca de este mal el bien supremo de la Redención del mundo.

La Cruz de Cristo, a la que nos invita a mirar la Liturgia del Viernes Santo, es el árbol de la vida y el madero de nuestra salvación.

El amor de Jesús es verdadero y la cruz, a la que hoy dirigimos nuestra mirada, es la prueba del amor grande de Dios. La muerte de Jesús en la Cruz nos descubre la verdad de la Encarnación del Hijo de Dios. Vino a estar con nosotros con todas las consecuencias. Quiso entrar en nuestro mundo dominado por el pecado, privado de la gloria de Dios, dominado por la ceguera y la rebeldía con la colaboración de nuestros errores y nuestras ambiciones.

Todos hemos puesto nuestras manos en El. Cuando nos hemos olvidado del amor de Dios, cuando nos hemos dejado dominar por las cosas de este mundo, cuando no hemos querido ver el dolor de nuestros hermanos. Esa Cruz es la Cruz de nuestros olvidos y nuestras cobardías.

Pero el Calvario, lugar de dolor y de muerte, es también lugar de vida y de esperanza. Aceptando la muerte, Jesús alcanza la plenitud de su vida. Ahora ha cumplido enteramente la voluntad del Padre, ahora ha llevado su amor hasta el fin, ahora es levantado por la grandeza de su amor como Rey de la humanidad y de la creación entera.

En esta cumbre de su amor y de su misericordia, Jesús nos manifiesta el corazón de un Dios que es capaz de morir y de dejar morir a su Hijo para acercarse a nosotros, para convencernos de que nos ama de verdad y de que es El la verdadera fuente de nuestra vida y el verdadero objetivo de nuestra esperanza.

En la Cruz de Jesús, la Palabra eterna del Padre se hace palabra humana para decirnos la gran verdad del amor que Dios nos tiene. Desde entonces, cada uno de nosotros podemos decir, Dios me ama, Dios ha muerto por mí, puedo confiar en El, no me dejará solo ni siquiera en la gran soledad de la muerte. Nadie es despreciable a los ojos de Dios. Dios nos ama a todos, ha muerto por todos. Cada hombre, cada mujer, desde el momento de su concepción, está dignificado y engrandecido por el amor de un Dios que ha muerto por él para rescatarlo de la muerte y llevarlo hasta la vida eterna.

De esta manera, la cruz, que era el destino final de los esclavos y de los malhechores, se convierte en símbolo del amor desbordante de un Dios que sufre en su carne las consecuencias del poder del mal en el mundo. La Cruz de Jesús levantada hasta el Cielo, es el verdadero camino de nuestra salvación que llega hasta la vida eterna. Con sus brazos abiertos, es el ofrecimiento del perdón universal, el abrazo del amor eterno que nos da la vida. Desde entonces, esta cruz de Jesús nos acompaña en todos los momentos de nuestra vida, como signo gozoso del amor de Dios que por su Hijo Jesucristo nos salva para la vida eterna.

"Dios ha redimido al mundo mediante el sufrimiento, un dolor que alcanza las fronteras del misterio.” Pero precisamente mediante el sufrimiento, Él realiza la Redención, y expirando puede decir: “Todo está cumplido”.

Como le sucedió a Cristo, también para los cristianos cargar con la cruz no es algo opcional, sino una misión que hay que abrazar por amor. Cristo no deja de proponernos su invitación: “quien quiera ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y me siga”.

En realidad, seguir a Cristo por el camino de la cruz significa renunciar al propio proyecto, para acoger el de Dios. Es decir, acoger la invitación de Cristo a caminar junto a Él con una vida coherente de cristianos. Es renunciar a la “ley del mínimo esfuerzo” para vivir más bien según la “ley de la máxima entrega”.

Jesús, obediente al Padre, ha completado con su vida la misión recibida. Todo está cumplido y el reloj de Dios marca una nueva hora, la hora del perdón.

Todo está cumplido y sin embargo, todo está por hacer. Porque la luz sigue viniendo a los hombres y muchos la rechazan. Porque el amor sigue viniendo a los hombres y muchos no lo entienden. Porque el perdón sigue viniendo a los hombres y muchos no lo acogen. Donde no hay luz, donde no reina el amor, donde no se celebra el perdón surge el Viernes Santo: violencia, odio, sangre y muerte.

En el Viernes Santo de Jesús la tierra tembló, el velo del templo se rasgó, la oscuridad cubrió la tierra. Eran los dolores del parto de la tierra nueva y los cielos nuevos. Era la alegría de la misión cumplida. Era el comienzo de la nueva vida en el Espíritu.

Nosotros estamos llamados a vivir el Viernes Santo de Jesús y completar su obra de redención y perdón. Mientras alguien sufra injustamente como Jesús será Viernes Santo.

Todo está cumplido pero Jesús no ha terminado. Jesús sigue actuando, salvando y perdonando a través de su Iglesia.

Este Viernes Santo, los cristianos somos invitados a mirar al que crucificaron y a llevar nuestra cruz, compartiendo la agonía de Cristo que sufre hasta el final de los tiempos. Nosotros, hoy, no hemos llorado pero sí hemos sentido el dolor de Jesús y sí hemos aprendido que su amor por cada uno de nosotros no tiene límites.

Señor Jesús, Tú nos has ganado el corazón. Nosotros somos el fruto de tu amor. Hoy, en esta tarde de Viernes Santo queremos acercarnos a tu Cruz, queremos estar cerca de Tí. Necesitamos sentirnos envueltos por tu mirada de amor, misericordia y compasión, queremos vivir siempre dentro de tu Iglesia, fruto de tu fidelidad, de la grandeza del amor de Dios y del don del Espíritu Santo que brota de Tí.

Señor Jesús, humildemente, en nuestra pobre vida, y sobre todo, en esta tarde de Viernes Santo, queremos ayudarte a llevar el peso de la Cruz, manteniendo viva nuestra fe en la bondad de Dios en medio de todos los sufrimientos, confiando en el triunfo del amor de Dios sobre todos los fracasos y decepciones de nuestra vida, devolviendo bien por mal, haciendo el bien a nuestros hermanos y anunciando con inmensa gratitud la esperanza de la gran pascua de la vida que Tú has inaugurado desde el árbol fecundo de la Cruz.


9 de abril de 2009

IN COENA DOMINI.


Este día, como cada Jueves Santo, la Iglesia lo celebra lleno de acontecimientos: recordamos y agradecemos al Señor; la institución de la Eucaristía, el sacerdocio ministerial, el amor hecho de servicio a todos los hombres...

La Cena Eucarística es la Nueva y Eterna Alianza que sustituye a la del Antiguo Testamento. La celebración de esta tarde enlaza con aquel Jueves en que Cristo se reúne con sus discípulos. El misterio de la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía al que adoramos con profunda reverencia, une estos dos Jueves, el de hace más de 2000 años y el de hoy. El misterio elimina el tiempo y nos permite estar también con el Señor en aquella tarde de Jueves Santo en Jerusalem. Porque alli sucedieron muchas cosas. Jesús había deseado ardientemente que llegara ese momento. Ante la inoportuna discusión por parte de los discípulos sobre quién sería el primero en el Reino, Jesús hizo ese servicio sorprendente de lavarles los pies uno a uno y que escandalizó a Pedro porque ésta era una tarea de esclavos. Fue una lección inolvidable.

"Sabiendo Jesús que había llegado la hora..., comenzó a lavar los pies de los discípulos". El Maestro les dijo: “¿Entienden lo que he hecho con ustedes...?”. Es decir, la entrega servicial y el amor a los demás no deben detenerse ante nada ni ante nadie, ni siquiera ante la muerte, porque ahí se demuestra el amor más grande.

La pasión y la muerte de Cristo, constituyen el servicio de amor fundamental con el que el Hijo de Dios liberó a la humanidad del pecado. Al mismo tiempo, la pasión y muerte de Cristo revelan el sentido profundo del nuevo mandamiento que confió a los apóstoles: «como yo os he amado, amaos también los unos a los otros» (Juan 13, 34). También al entregar el pan convertido en su Cuerpo y el vino convertido en su Sangre les dijo: “Haced esto en conmemoración mía» (1 Corintios 11, 24. 25).

El Señor les pide que se amen unos a otros como Él les ha amado y les deja el Santísimo Sacramento de la Eucaristía

La Eucaristía es un memorial en plenitud: el pan y el vino, por la acción del Espíritu Santo, se convierten realmente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se entrega para ser alimento del hombre en su camino sobre la tierra. La encarnación del Verbo en el seno de María y su presencia en la Eucaristía se rigen por la misma lógica de amor. Es el amor en el sentido más bello y puro. Jesús pidió insistentemente a sus discípulos que permanecieran en este amor suyo.

Para permanecer fieles a este mandato, para permanecer unidos a Él como los sarmientos a la vid, para amar como Él ha amado es necesario alimentarse de su Cuerpo y de su Sangre. Al decirles a los apóstoles, «haced esto en conmemoración mía», el Señor unió la Iglesia al memorial viviente de su Pascua.

Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, no deja un símbolo o un recuerdo al marcharse, sino que deja la realidad: se queda Él mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos deja un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desaparecer con el tiempo. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente con su Cuerpo y con su Sangre.

La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas. Nuestro Señor Jesucristo, como si aún no fueran suficientes todas las otras pruebas de su misericordia, instituye la Eucaristía para que podamos tenerle siempre cerca y movido por su Amor, quien no necesita de nada, no quiere prescindir de nosotros».

Jesucristo, sacerdote eterno, a pesar de ser el único sacerdote de la Nueva Alianza, quiso que hombres consagrados por el Espíritu Santo, actuaran en íntima unión con su Persona, distribuyendo el alimento de la vida.

Por este motivo, al contemplar a Cristo que instituye la Eucaristía, tomamos nuevamente conciencia de la importancia de los presbíteros en la Iglesia y de su relación con el Sacramento eucarístico.

El Sacramento del altar es «don y misterio», don y misterio es el sacerdocio, ambos surgidos del Corazón de Cristo en la Última Cena. Sólo una Iglesia enamorada de la Eucaristía genera, santas y numerosas vocaciones sacerdotales. Y lo hace a través de la oración y el testimonio de vida .

Pidamos al Señor en este Jueves Santo, que no le falte nunca al Pueblo de Dios el Pan que le sostenga a través de esta nuestra peregrinación terrena y supliquémosle que no deje de llamar a su servicio, a sacerdotes según su corazón.

Que aprendamos tus sacerdotes, Señor, a ser tus testigos fieles, sacrificados, comprometidos y portadores de la Verdad, no de nuestros intereses.

Que el sentido de lavatorio de los pies, no sea un simple rito, sino que sea el ejemplo de nuestra condición de cristianos, de que nos amamos de verdad.

Gracias Señor por esta tarde de Jueves Santo. Gracias por congregarnos en tu presencia. Gracias por tu ejemplo y amor incondicional y gracias por quedarte en la Eucaristía.

Que nos maravillemos cada día Señor al descubrir que toda la vida cristiana está ligada al «misterio de la fe», que en esta tarde celebramos solemnemente.

5 de abril de 2009

Dios nos ama desde el vientre materno.


Hace unos días, una religiosa colaboradora de la parroquia, me envió este relato sobre el tema del aborto. Como me ha parecido muy interesante, lo comparto con todos vosotros. Y dice así:

“Llega una mujer muy asustada al consultorio de su ginecólogo, y le dice:
-Doctor, por favor, ayúdeme, tengo un problema muy serio. Mi bebé aún no cumple un año y ya estoy de nuevo embarazada. No quiero tener hijos en tan poco tiempo, prefiero un espacio mayor entre uno y otro...
El médico entonces le preguntó:
-Muy bien, entonces ¿qué quiere que yo haga?
Ella respondió:
-Deseo interrumpir mi embarazo y quiero contar con su ayuda.
El médico se quedó pensando un poco y, después de algún tiempo de silencio, le dijo a la mujer:
-Creo que tengo un método mejor para solucionar el problema y es menos peligroso para usted.
La mujer sonrió, pensando que el médico aceptaría ayudarla. Él siguió hablando:
-Vea bien, señora, para no tener que estar con dos bebés a la vez en tan corto espacio de tiempo, vamos a matar a este niño que está en sus brazos. Así usted podrá descansar para tener el otro, tendrá un periodo de descanso hasta que el otro niño nazca. Si vamos a matar, no hay diferencia entre uno y otro de los niños. Y hasta es más fácil sacrificar éste que usted tiene entre sus brazos, puesto que usted no correrá ningún riesgo.
La mujer se asustó y dijo:
-¡No, doctor! ¡Qué horror! ¡Matar a un niño es un crimen!
-También pienso lo mismo, señora, pero me pareció usted tan convencida de eso, que por un momento pensé en ayudarla.
El médico sonrió y, después de algunas consideraciones, vio que su lección surtía efecto. Convenció a la madre que no hay la menor diferencia entre matar un niño que ya nació y matar a uno que está por nacer, y que está vivo en el seno materno.
¡El crimen es exactamente el mismo!

Tú, ¿sabes desde cuándo Dios te ama?. ¡Desde el vientre materno!. (Salmo 139).

SHALOM, HOSANNA.


Jesús entra en la Ciudad Santa de Jerusalén a lomos de un asno, el animal de la sencilla gente del campo, y además un asno que no le pertenece, que ha tomado prestado para esta ocasión. No llega en una lujosa carroza real, ni a caballo como los grandes del mundo, sino en un asno tomado prestado. Juan nos cuenta que en un primer momento los discípulos no entendieron esto. Sólo después de la Pascua se dieron cuenta de que de este modo Jesús estaba cumpliendo los anuncios de los profetas, mostraba que su acción derivaba de la Palabra de Dios y la llevaba a su cumplimiento. Se acordaron de que en el profeta Zacarías se lee: “No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna”.


El profeta Zacarías, hace tres afirmaciones sobre el rey que ha de venir.

En primer lugar, dice que será un rey de los pobres, un pobre entre los pobres y para los pobres. Uno puede ser materialmente pobre pero tener el corazón lleno del ansia de riqueza y del poder que deriva de la riqueza. La pobreza en el sentido de Jesús presupone sobre todo la libertad interior, para ir contra la avaricia y el afán de poder. Se trata, ante todo, de la purificación del corazón, que se deja guiar por Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros. En el Domingo de Ramos aclamamos al rey que nos indica el camino hacia esta meta, Jesús, y le pedimos que nos lleve consigo en su camino.


En segundo lugar, el profeta nos muestra que este rey será un rey de paz: hará que desaparezcan los carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los arcos y anunciará la paz. La nueva arma que Jesús pone en nuestras manos es la Cruz, signo de reconciliación, signo del amor que es más fuerte que la muerte. Cada vez que nos hacemos la señal de la Cruz tenemos que acordarnos de no responder a la injusticia con otra injusticia, a la violencia con otra violencia; tenemos que acordarnos de que sólo podemos vencer al mal con el bien.


La tercera afirmación del profeta es el anuncio de la universalidad: el reino del rey de la paz se extiende «de mar a mar… hasta los confines de la tierra». Su país es la tierra, el mundo entero. Él llega a todas las culturas y a todas las partes del mundo, a las cabañas y a los pobres pueblos, así como al esplendor de las catedrales. Por doquier él es el mismo, el Único, y de este modo, todos los reunidos en la comunión con él, están unidos también entre sí en un único cuerpo. Cristo gobierna haciéndose nuestro pan y entregándose a nosotros. De este modo construye su Reino.


En el Domingo de Ramos, la muchedumbre aclama a Jesús: «¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor». En Jesús reconocen a quien verdaderamente viene en el nombre del Señor y trae la presencia de Dios entre ellos. Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a Jesús durante su entrada a Jerusalén, se ha convertido con razón en la Iglesia en la aclamación a quien, en la Eucaristía, nos sale al encuentro de una manera nueva. Saludamos a quien en la Eucaristía siempre llega entre nosotros en el nombre del Señor uniendo en la paz de Dios los confines de la tierra. Esta experiencia de la universalidad forma parte de la Eucaristía. Dado que el Señor viene, nosotros salimos de nuestros mundos personales y pasamos a formar parte de la gran comunidad de todos los que celebran este santo sacramento.


Las tres características anunciadas por el profeta –pobreza, paz, universalidad– están resumidas en el signo de la Cruz. El domingo de los Ramos, nos dice que el auténtico gran «sí» es precisamente la Cruz, que la Cruz es el auténtico árbol de la vida. No alcanzamos la vida apoderándonos de ella, sino dándola. El amor es la entrega de nosotros mismos y, por este motivo, es el camino de la vida auténtica simbolizada por la Cruz. Es el camino de quien, con el signo de la Cruz, nos entrega la paz y hace de nosotros portadores de su paz. Pidámosle en este día al Señor que al mismo tiempo que entra triunfalmente en Jerusalem, entre en nuestras vidas y abra nuestros corazones para que, siguiendo su cruz, nos convirtamos en mensajeros de su amor y de su paz.