17 de enero de 2010

Mujer, ¡déjame!...



El Evangelio de este II domingo del Tiempo Ordinario nos lleva de bodas, por eso nos ponemos en camino hacia la región de Caná de Galilea.

Caná estaba situada a poco más de una hora de camino de Nazaret. Allí se encontraba María, la madre de Jesús. El interés que la Virgen muestra y su actividad en la boda señalan que no es una simple invitada, pues en aquella época, era costumbre que las mujeres cercanas a la familia preparasen todo lo necesario para la boda.

El Señor acababa de llegar de Judea con sus discípulos. Es el primer encuentro de María con Juan, con Pedro y con el resto de los discípulos. Juan estaba muy lejos de saber que aquella mujer sería también, unos años más tarde, su Madre, y a quien Jesús desde el madero de la Cruz, le encargaría su cuidado.

Al final de la fiesta comenzó a faltar el vino, bebida indispensable en cualquier banquete de bodas de la época. En las bodas judías, suponía una alegría desbordante. Los judíos, especialmente la gente sencilla, de ordinario no bebían vino, pero lo reservaban para las fiestas, sobre todo para las bodas.

La Virgen se dio cuenta enseguida de lo que pasaba, el vino escaseaba. Con motivo del problema, surge el diálogo que escuchamos en el evangelio de hoy, y que está lleno de interés.

La madre de Jesús le dijo: “no tienen vino”. Jesús le respondió con unas palabras algo misteriosas: "Mujer, ¡déjame!”. Jesús no la llama madre, ni María, sino que la llama Mujer, y a continuación añade: “todavía no ha llegado mi hora”. Jesús quiere indicar que aún no había llegado el momento de manifestar su poder divino al mundo mediante los milagros.

En Nazaret no habían abundado los milagros. Los días habían transcurrido llenos de normalidad; los parientes que habían vivido a su lado no tenían la menor idea del poder de Jesús y les costó mucho convencerse de que no era un hombre como los demás. En Nazaret, pocos creyeron en El, y ahora, a petición de su Madre, movida por el Espíritu Santo, pudo ser el comienzo de la hora de su Hijo.

Aquí en Caná, será el primer signo de Jesús. San Juan, testigo del milagro, escribe que había allí seis tinajas de piedra. No eran vasijas para vino sino para agua, para las purificaciones. Cada uno de estos cántaros podían contener entre 80 y 120 litros, y en total 480 a 720 litros entre las seis. El evangelio tiene interés en señalar el número y la capacidad de las vasijas para poner de manifiesto la generosidad del Señor, como hará también cuando narre el milagro de la multiplicación de los panes, pues una de las señales de la llegada del Mesías era la abundancia de bienes. Y como sabemos, el Señor siempre da con generosidad.

San Juan ofrece su relato evangélico desde el hilo conductor de la "hora". Todo cuanto él ha recogido sobre Jesús, tiene como finalidad llevar al lector a la contemplación de la entrega suprema de Cristo, verdadera "hora" en la que el Señor dará por terminado cuanto el Padre le ha confiado diciendo en la cruz, "todo se ha cumplido" (Jn 19,30). Por eso Jesús se resiste a que nadie modifique su "horario" redentor: se explica así que en el relato de las Bodas de Caná, Jesús diga a su Madre: "mujer déjame, porque todavía no ha llegado mi hora" (Jn 2,4). Aunque nos lo parezca, no es un desprecio del Señor hacia María, sino una afirmación que El hace de la absoluta primacía de estar en las cosas de su Padre.

María que ha dado cuenta de la carencia del vino, hace de su descubrimiento una petición a su Hijo e invita a los sirvientes a escuchar esa Palabra de Jesús: "Haced lo que El os diga". Les propone lo que en el fondo ha sido su vida desde que decidió que en ella se cumpliera los planes de Dios: "hágase en mí según tu Palabra", le dice al ángel. Ella propone a los otros algo que no le es extraño, y que es el sentido de su actitud ante Dios; la fidelidad.

¿Cuál es el vino que nos falta en nuestro mundo? Pues el vino de la paz, de la ternura, de la fe, de la esperanza y del amor; el vino de la verdad... Cuando faltan estos vinos, la vida se "avinagra", y surgen los intereses particulares, los problemas económicos, la mentira como herramienta de comunicación, el relativismo moral, la violencia y el terror.

María vio la carencia en la boda y se puso manos a la obra. No se quedó en que relatar lo que sucede y lamentase por lo que falta o va mal. Darse cuenta del "vino" que nos falta, es comenzar ya ha arrimar el hombro en lo que de nosotros depende, teniendo en la Palabra de Jesús nuestra fuerza y nuestra luz.

Termina el Evangelio diciendo que "los discípulos creyeron en El" (Jn 2,11). Habiendo vino, hubo fiesta, y los discípulos viendo el milagro, creyeron en Jesús.

El mundo necesita ver que los “vinos avinagrados” de este mundo, se transforman en “vino bueno y generoso”, el vino del amor y de la esperanza, el que hace que germine y crezca la fe.

“Hagan lo que Él les diga" son las últimas palabras de Nuestra Señora en el evangelio de hoy. De verdad que no podían haber sido mejores. Después de contemplar este primer milagro de Jesús, pidamos humildemente a María que seamos siempre fieles en el cumplimiento del mensaje que Ella hoy nos deja, haciendo en todo momento lo que Jesús nos dice. Así sea.

16 de enero de 2010

El don recibido.




Queridos hermanos en el Sacerdocio:

La parte esencial de la oración consagratoria nos recuerda como el Sacerdocio es esencialmente un don y, propio en la óptica del “don sobrenatural”, éste posee una dignidad que todos, fieles laicos y clero, deben reconocer. Se trata de una dignidad que no proviene de los hombres, sino que es puro don de la gracia, al cual uno ha sido llamado y que nadie puede exigir como un derecho. La dignidad del presbiterado, donada por el “Padre Todopoderoso”, debe aparecer en la vida de los sacerdotes, en su santidad, en su humanidad dispuesta a acoger, en su humildad y caridad pastoral, en la luminosidad a la fidelidad al Evangelio y a la doctrina de la Iglesia, en la sobriedad y solemnidad de las celebraciones de los divinos misterios, en el hábito eclesiástico. En el Sacerdote todo debe recordar – a él mismo y al mundo – que ha sido objeto de un don sin merecerlo y que no se puede merecer, que lo convierte en presencia eficaz del Absoluto en el mundo para la salvación de los hombres.

El Espíritu de santidad, del que se renueva la implorada efusión, es la garantía para poder vivir “en santidad” la vocación recibida y, al mismo tiempo, la condición de la misma posibilidad en “cumplir fielmente el ministerio”. La fidelidad es el encuentro espléndido entre la libertad fiel de Dios y la libertad creada y herida del hombre, quien, sin embargo, por la potencia del Espíritu, llega a ser capaz sacramentalmente de “guiar a todos hacia una íntegra conducta de vida” No hay que reducir el ministerio presbiteral a categorías moralizantes; tal exhortación indica la “plenitud” de la vida, una vida que sea realmente tal y que sea íntegramente cristiana.

El Sacerdote, revestido del Espíritu del Padre todopoderoso, ha sido llamado a “guiar” – con la enseñanza y la celebración de los sacramentos y, sobre todo, con la propia vida – el camino de santificación del pueblo que le ha sido encomendado, bajo la certeza que es éste el único fin por el cual el mismo presbiterado existe, el Paraíso.

El don del Padre hace que “sus hijos-Sacerdotes” sean los predilectos; una portio electa populi Dei, que ha sido llamada a “ser elegida” y a brillar con la santidad de la vida y el testimonio de la fe.

La memoria del don recibido, siempre renovado por el Espíritu, y la protección de la Bienaventurada Virgen María, Esclava del Señor y Tabernáculo del Espíritu Santo, hagan que cada uno de los Sacerdotes “cumplan fielmente” la propia misión en el mundo a la espera del premio eterno reservado a los hijos elegidos, que son también herederos.


En el Vaticano, a 15 de enero de 2010

+ Mauro Piacenza.
Arz. Titular de Vittoriana.
Secretario.

6 de enero de 2010

Vidimus stellam.


La Epifanía, es la fiesta de la manifestación de Dios al mundo. Es una manifestación brillante y a la vez universal, es la manifestación de la presencia amorosa de Dios a todos los hombres.

Con la celebración de esta Solemnidad de la Epifanía del Señor, terminan los días que hemos dedicado a recordar y celebrar el nacimiento de Jesús, nuestro Salvador, la Navidad.

Esta Solemnidad que hoy celebramos, es sobre todo, la fiesta de los niños, pero también de todos aquellos que buscan a Dios como los Magos de Oriente. Es, por tanto, un camino de búsqueda de Dios, desde la sencillez de los pequeños.

Con la liturgia de este día, nos dirigimos a nuestro Señor diciéndole: “Señor, tú que en este día revelaste a tu Hijo unigénito a los pueblos gentiles, por medio de una estrella, concede a los que ya te conocemos por la fe poder contemplar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria”. Amén.

1 de enero de 2010

THEOTOKOS.



Apenas comenzado el Nuevo Año, dirijimos nuestra mirada a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra.

En Ella, el Hijo eterno del Padre tomó nuestra misma carne y, a través de Ella, se convirtió en el Enmanuel, el Dios con nosotros. Por eso, María al dar a luz al Salvador del mundo, pasa a ser la Virgen Madre: ¡Ella es la Theotókos, la Madre de Dios!.

En este primer día del año, unidos a toda la Iglesia; Triunfante, Purgante y Militante, le decimos:


"Madre santa, Madre del Príncipe de la paz, ¡ayúdanos!.

Madre de la humanidad y Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!".