11 de abril de 2009

Stabat Mater Dolorosa...


Sí, todo ha terminado. Y la soledad la golpea. Estalla la soledad de María en la noche…

La han acompañado un rato. La han mirado con lástima. Le han dado palabras de consuelo. Pero, ahora se han ido. La han dejado sola; han vuelto a sus casas.

María está sola. En sus oídos de madre aún resuena el grito angustioso de su Hijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Sus labios de madre repiten ahora: “Hijo, ¿por qué me has abandonado?”

¡Quién pudiera sondear el misterio del alma de María! Porque, cualquiera puede imaginar su dolor de madre ante la muerte espantosa del hijo.

Pero, nadie puede imaginar el dolor de la Madre de un hombre que también es Dios. Nadie puede imaginar el dolor de una madre que, porque es Madre de Dios, es madre nuestra. Porque, el alma de María fue preparada por la gracia para que fuera capaz de llevar en sí todos los dolores de todas las madres.

Por eso, no nos engañe la humildad y pequeñez de la figura de María. Detrás de sus hábitos de aldeana, de su figura desapercibida, sin reporteros ni flashes; detrás de su silencio y del trabajo humilde de mujer de casa, María llevaba en sí la más admirable de las obras del Todopoderoso: su alma plena de Gracia...

Porque María no ve: María cree. Ella solo ve el fracaso de su Hijo, solo le queda el cuerpo destrozado en una tumba fría.

El fracaso del Hijo es su propio fracaso. Y la muerte del Hijo, su propia muerte. Cristo fracasa y muere. Ella debió vivir ese fracaso y esa muerte.

Tiene fe. La fe más sólida. La fe más pura. La fe más fuerte. Porque, el “hágase en mí según tu palabra”, pronunciado por María años atrás, resuena ahora en su soledad como el único hilo de esperanza.

Cristo y María han agotado hasta lo último todas las experiencias del sufrir humano. No hay un solo dolor que el hombre padezca que ellos no hayan padecido.

Todo faltó a Cristo. Todo faltó a María. La cruz fue para los dos el resumen, el colmo de todas las carencias. Ni riquezas, ni vestidos, ni agua, ni comida. No tuvieron en la cruz ni una sola cosa de las que ofrece el mundo: sólo hiel y vinagre, lanza y clavos.

En su desgarrada soledad, María sigue crucificada. Sigue pronunciando, libre y serena, el “hágase en mí” de su total despojo.

El mundo moderno no nos prepara para ser cristianos. Porque sus objetivos más vitales son simplemente la búsqueda de todo aquello a lo cual Cristo y María se negaron. Multiplica la riqueza, hace al hombre poseedor de bienes materiales; lo enloquece con su propaganda; le abre los brazos de un abundancia material inimaginable... María, muda, sigue señalando a su Hijo, muerto y desnudo, que colgó cocido con clavos al madero.

El mundo huye del dolor. María, en el silencio, sigue señalando a su Hijo muerto.

El mundo moderno adora al hombre, lo hace su “dios”; le da poder sobre el bien y el mal; lo libera de toda moral; lo hace rechazar toda autoridad, toda jerarquía; desprecia las canas del anciano, la palabra de los padres,… A nadie obedecen, a nadie prestan fe. No tienen ley. No agacha la cabeza, no cede el paso ni el asiento... María, siempre muda, sigue señalando a su Hijo muerto.

El mundo moderno huye de la soledad y se entrega al ruido y a la diversión desbordante. María, muda, nos muestra el rostro impasible de su soledad crucificada.

Pero, ¿qué le importa al mundo la soledad de María?, ¿qué le importa del Dios Jesús, que yace en el sepulcro?.

Porque, el hombre moderno es triste. Y vive la angustia de su soledad quizás sin darse cuenta, engañado por el mundo. Nada sabe de servicio, de abnegación. El mundo le ha enseñado que lo único que cuenta es afirmarse a sí mismo. Nadie le ha enseñado que amar es darse, y que el amor exige sacrificios.

El corazón del hombre no ha sido hecho para encerrarse en el pecho. Dios nos ha hecho para amar, para darnos al hermano en todo lo que somos.

Sólo Dios puede llenar el corazón del hombre, y sólo en Dios podemos amar verdaderamente a nuestros hermanos.

La soledad del egoísta es terrible y sin sentido; en cambio, la soledad del que da sin esperar recibir, elimina el absurdo con la esperanza de la Resurrección.

La Iglesia no quiere engañarnos. No puede predicar otra cosa que la cruz. La Iglesia nació en una Cruz. Y todo cristiano debe llevar la suya. María la llevó mil veces. Y María estaba sola. Pero, su soledad resuena con su “hágase”. Y su fe la sostiene en la crueldad del desamparo. No es soledad desesperada. Es la soledad fuerte de la que supo permanecer de pie, junto a la Cruz.

Cuando nos asalte la soledad; cuando pensemos que nadie nos quiere; cuando al sufrir parezcan ridículas las palabras de consuelo; cuando el apretón de manos no nos diga nada; cuando el dolor nos golpe sin cesar; cuando no entendamos nada y corramos el riesgo de enloquecernos o desesperarnos; cuando creamos que Dios nos ha abandonado y sintamos la tentación de la rebeldía... pensemos en María, nuestra Madre de los Dolores y de la Soledad.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No habra jamas Dolor tan grandioso en este mundo como el dolor y soledad que sintió María al pie de la Cruz aquella tarde oscura. Y si María lloró la soledad y el abandono de su Hijo, encomendemos a ella con bondadosa piedad tambien nuestros sufrimientos y desesperaciones mundanas y espirituales, María todo lo ha soportado. Pero no olvidemos nunca de dar Gracias por obtener de ella tanto consuelo. Salve Madre Nuestra.