31 de marzo de 2013

Acoge a Jesús Resucitado...



¡Feliz Pascua de Resurrección!



HOMILÍA DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO

«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?»


Queridos hermanos y hermanas: 

1 En el Evangelio de esta noche luminosa de la Vigilia Pascual, encontramos en primer lugar a las tres mujeres que acuden al sepulcro de Jesús con aromas para ungir su cuerpo (cf. Lc 24, 1-3). Van para realizar un gesto de compasión, de afecto, de amor; un gesto tradicional hacia una persona querida difunta, como los hacemos nosotros también. Habían seguido a Jesús, lo habían escuchado, se habían sentido comprendidas en su dignidad y lo habían acompañado hasta el final: al Calvario y en la hora del descendimiento de la cruz. Podemos imaginar cuáles eran sus sentimientos mientras iban a la tumba: cierta tristeza, el dolor porque Jesús las había dejado, había muerto; porque su vicisitud había terminado. Ahora había que volver a la vida de antes. Pero en las mujeres seguía habiendo amor, y era el amor a Jesús lo que las había impulsado a acudir al sepulcro. Sin embargo, en este punto, sucede algo completamente inesperado, algo nuevo, que desconcierta sus corazones y sus planes y que trastocará sus vidas: encuentran corrida la piedra del sepulcro, se acercan y no encuentran el cuerpo del Señor. Es un hecho que las deja perplejas, dubitativas, llenas de preguntas: «¿Qué pasa?», «Qué sentido tiene todo esto?» (cf. Lc 24, 4). ¿Acaso no nos pasa también a nosotros lo mismo cuando algo realmente nuevo sucede en la sucesión diaria de los hechos? Nos detenemos, no comprendemos, no sabemos cómo afrontarlo. La novedad a menudo nos da miedo: incluso la novedad que Dios nos trae, la novedad que Dios nos pide. Somos como los Apóstoles del Evangelio: con frecuencia preferimos tener nuestras seguridades; detenernos ante una tumba, a pensar en un difunto, que al final vive solamente en el recuerdo de la historia, como los grandes personajes del pasado. Tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Queridos hermanos y hermanas: ¡En nuestra vida tenemos miedo de las sorpresas de Dios! ¡Él nos sorprende siempre! El Señor es así.

Hermanos y hermanas: ¡No nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestra vida! A menudo estamos cansados, defraudados, tristes; sentimos el peso de nuestros pecados, creemos que no podemos seguir. No nos encerremos en nosotros mismos, no perdamos la confianza, no nos resignemos nunca: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar; no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a él.

2 Pero volvamos al Evangelio, a las mujeres, y demos un paso más. Encuentran la tumba vacía; el cuerpo de Jesús no está, algo nuevo ha pasado, pero todo esto no dice aún nada claro: suscita interrogantes, deja perplejo, sin brindar una respuesta.

Y he aquí dos hombres con vestidos refulgentes, que dicen: «Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24, 5-6). Lo que era un simple gesto, un hecho realizado ciertamente por amor –acudir al sepulcro–, se convierte ahora en acontecimiento, en un acontecimiento que cambia realmente la vida. Nada sigue siendo igual que antes, no solo en la vida de esas mujeres, sino también en nuestra vida y en nuestra historia de la humanidad. ¡Jesús no es un muerto, ha resucitado, es Aquel que vive! No se ha limitado a volver a la vida, sino que es la vida misma, porque es el Hijo de Dios, que es Aquel que vive (cf. Num 14, 21-28; Dt 5, 26; Jos 3, 10). Jesús ya no está en el pasado, sino que vive en el presente y está lanzado hacia el futuro: Jesús es el «hoy» eterno de Dios. Así la novedad de Dios se presenta ante los ojos de las mujeres, de los discípulos, de todos nosotros: la victoria sobre el pecado, sobre el mal, sobre la muerte, sobre todo lo que oprime a la vida y le da un rostro menos humano.

Y este es un mensaje dirigido a mí, a ti, querida hermana; a ti, querido hermano. Cuántas veces necesitamos que el Amor nos diga: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Los problemas, las preocupaciones de todos los días tienden a encerrarnos en nosotros mismos, en la tristeza, en la amargura… y ahí está la muerte. ¡No busquemos allí al que vive!

Acepta, pues, que Jesús resucitado entre en tu vida; acógelo como amigo, con confianza: ¡él es la vida! Si hasta ahora has estado alejado de él, da un pequeño paso: te recibirá con los brazos abiertos. Si eres indiferente, acepta el riesgo: no quedarás defraudado. Si te parece difícil seguirlo, no tengas miedo; encomiéndate a él, ten la seguridad de que está cerca de ti, de que está contigo y te dará la paz que buscas y la fuerza para vivir como él quiere.

3 Hay un último y sencillo elemento que quisiera subrayar, en el Evangelio de esta luminosa Vigilia Pascual. Las mujeres se encuentran con la novedad de Dios: ¡Jesús ha resucitado, es el que vive! Pero, ante la tumba vacía y ante los dos hombres con vestidos refulgentes, su primera reacción es de temor: «Quedaron [...] con las caras mirando al suelo», anota San Lucas; ni siquiera tenían el valor de mirar. Mas, al escuchar el anuncio de la Resurrección, lo acogen con fe. Y los dos hombres con vestidos refulgentes introducen un verbo fundamental: «Recordad». «”Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea [...]”. Y recordaron sus palabras» (Lc 24, 6. 8).

Se trata de la invitación a hacer memoria del encuentro con Jesús, de sus palabras, de sus gestos, de su vida; y es precisamente este recordar con amor la experiencia vivida con el Maestro lo que induce a las mujeres a superar todo temor y a llevar el anuncio de la Resurrección a los Apóstoles y a todos los demás (cf. Lc 24, 9). Hacer memoria de lo que Dios ha hecho y hace por mí, por nosotros; hacer memoria del camino andado; y esto abre de par en par el corazón a la esperanza para el futuro. ¡Aprendamos a hacer memoria de lo que Dios ha hecho en nuestra vida!

En esta noche de luz, invocando la intercesión de la Virgen María, que conservaba todo acontecimiento en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51), pidamos que el Señor nos haga partícipes de su resurrección: que nos abra a su novedad que transforma, a las sorpresas de Dios, tan hermosas; que haga de nosotros hombres y mujeres capaces de hacer memoria de lo que él realiza en nuestra historia personal y en la del mundo; que nos dé la capacidad de percibirlo como el que vive, vivo y activo entre nosotros; que nos enseñe cada día, queridos hermanos y hermanas, a no buscar entre los muertos al que vive. Amén.

30 de marzo de 2013

La Iglesia espera...




Contemplamos el silencio del reposo del Señor en el sepulcro. Todo lo ha hecho Jesús por amor a cada uno de nosotros. La muerte de cruz y su descanso es el descenso más profundo de Dios a nuestra realidad humana consecuencia del pecado. 

Con María, Madre de la Fe y de la Esperanza aguardamos en este día el gozo de la Santa Resurrección del Señor!.


Con María, junto a la Cruz...




Di: Madre mía —tuya, porque eres suyo por muchos títulos—, que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia, para cumplir la voluntad de nuestro Jesús. (Camino, 497)



29 de marzo de 2013

Viernes Santo




"El verdadero amor crece con las dificultades; el falso, se apaga.
Por experiencia, sabemos que, cuando soportamos pruebas difíciles
por alguien a quien queremos, no se derrumba el amor, sino que crece" 

(Santo Tomás de Aquino).


28 de marzo de 2013

Celebramos el Jueves Santo.




La liturgia del Jueves Santo es una invitación a profundizar concretamente en el misterio de la Pasión de Cristo, ya que quien desee seguirle tiene que sentarse a su mesa y, con máximo recogimiento, ser espectador de todo lo que aconteció 'en la noche en que iban a entregarlo'. Y por otro lado, el mismo Señor Jesús nos da un testimonio idóneo de la vocación al servicio del mundo y de la Iglesia que tenemos todos los fieles cuando decide lavarle los pies a sus discípulos.

En este sentido, el Evangelio de San Juan presenta a Jesús 'sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía' pero que, ante cada hombre, siente tal amor que, igual que hizo con sus discípulos, se arrodilla y le lava los pies, como gesto inquietante de una acogida incansable.

San Pablo completa el retablo recordando a todas las comunidades cristianas lo que él mismo recibió: que aquella memorable noche la entrega de Cristo llegó a hacerse sacramento permanente en un pan y en un vino que convierten en alimento su Cuerpo y Sangre para todos los que quieran recordarle y esperar su venida al final de los tiempos, quedando instituida la Eucaristía.

La Santa Misa es entonces la celebración de la Cena del Señor en la cuál Jesús, un día como hoy, la víspera de su pasión, "mientras cenaba con sus discípulos tomó pan..." (Mt 28, 26).

Él quiso que, como en su última Cena, sus discípulos nos reuniéramos y nos acordáramos de Él bendiciendo el pan y el vino: "Hagan esto en memoria mía" (Lc 22,19).

Antes de ser entregado, Cristo se entrega como alimento. Sin embargo, en esa Cena, el Señor Jesús celebra su muerte: lo que hizo, lo hizo como anuncio profético y ofrecimiento anticipado y real de su muerte antes de su Pasión. Por eso "cuando comemos de ese pan y bebemos de esa copa, proclamamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1 Cor 11, 26).

De aquí que podamos decir que la Eucaristía es memorial no tanto de la Ultima Cena, sino de la Muerte de Cristo que es Señor, y "Señor de la Muerte", es decir, el Resucitado cuyo regreso esperamos según lo prometió Él mismo en su despedida: " un poco y ya no me veréis y otro poco y me volveréis a ver" (Jn 16,16).

Como dice el prefacio de este día: "Cristo verdadero y único sacerdote, se ofreció como víctima de salvación y nos mandó perpetuar esta ofrenda en conmemoración suya". Pero esta Eucaristía debe celebrarse con características propias: como Misa "en la Cena del Señor".

En esta Misa, de manera distinta a todas las demás Eucaristías, no celebramos "directamente" ni la muerte ni la Resurrección de Cristo. No nos adelantamos al Viernes Santo ni a la Noche de Pascua.

Hoy celebramos la alegría de saber que esa muerte del Señor, que no terminó en el fracaso sino en el éxito, tuvo un por qué y para qué: fue una "entrega", un "darse", fue "por algo" o, mejor dicho, "por alguien" y nada menos que por "nosotros y por nuestra salvación" (Credo). "Nadie me quita la vida, había dicho Jesús, sino que Yo la entrego libremente. Yo tengo poder para entregarla." (Jn 10,16), y hoy nos dice que fue para "remisión de los pecados" (Mt 26,28).

Por eso esta Eucaristía debe celebrarse lo más solemnemente posible, pero, en los cantos, en el mensaje, en los signos, no debe ser ni tan festiva ni tan jubilosamente explosiva como la Noche de Pascua, noche en que celebramos el desenlace glorioso de esta entrega, sin el cual hubiera sido inútil; hubiera sido la entrega de uno más que muere por los pobre y no los libera. Pero tampoco esta Misa está llena de la solemne y contrita tristeza del Viernes Santo, porque lo que nos interesa "subrayar"; en este momento, es que "el Padre nos entregó a su Hijo para que tengamos vida eterna" (Jn 3, 16) y que el Hijo se entregó voluntariamente a nosotros independientemente de que se haya tenido que ser o no, muriendo en una cruz ignominiosa.

Hoy hay alegría y la iglesia rompe la austeridad cuaresmal cantando él "gloria": es la alegría del que se sabe amado por Dios, pero al mismo tiempo es sobria y dolorida, porque conocemos el precio que le costamos a Cristo.

Podríamos decir que la alegría es por nosotros y el dolor por Él. Sin embargo predomina el gozo porque en el amor nunca podemos hablar estrictamente de tristeza, porque el que da y se da con amor y por amor lo hace con alegría y para dar alegría.

Podemos decir que hoy celebramos con la liturgia (1a Lectura). La Pascua, pero la de la Noche del Éxodo (Ex 12) y no la de la llegada a la Tierra Prometida (Jos. 5, 10-ss).

Hoy inicia la fiesta de la "crisis pascual", es decir de la lucha entre la muerte y la vida, ya que la vida nunca fue absorbida por la muerte pero si combatida por ella. La noche del sábado de Gloria es el canto a la victoria pero teñida de sangre y hoy es el himno a la lucha pero de quien lleva la victoria porque su arma es el amor.

24 de marzo de 2013

¡Hosanna en el cielo!




El Domingo de Ramos abre solemnemente la Semana Santa, con el recuerdo de la entrada de Jesús en Jerusalén y la liturgia de la Palabra que evoca la Pasión del Señor.

Vamos con el pensamiento a Jerusalén, subimos al Monte de los olivos para recalar en la capilla de Betfagé, que nos recuerda el gesto de Jesús, gesto profético, que entra como Rey pacífico, Mesías aclamado primero y condenado después, para cumplir en todo las profecías. .

Por un momento la gente revivió la esperanza de tener ya consigo, de forma abierta y sin subterfugios aquel que venía en el nombre del Señor. Al menos así lo entendieron los más sencillos, los discípulos y gente que acompañó a Jesús, como un Rey.

San Lucas no habla de olivos ni palmas, sino de gente que iba alfombrando el camino con sus vestidos, como se recibe a un Rey, gente que gritaba: "Bendito el que viene como Rey en nombre del Señor. Paz en el cielo y gloria en lo alto".

Palabras con una extraña evocación de las mismas que anunciaron el nacimiento del Señor en Belén a los más humildes. Jerusalén, desde el siglo IV, en el esplendor de su vida litúrgica celebraba este momento con una procesión multitudinaria. Y la cosa gustó tanto a los peregrinos que occidente dejó plasmada en esta procesión de ramos una de las más bellas celebraciones de la Semana Santa.

Con la liturgia de Roma, por otro lado, entramos en la Pasión y anticipamos la proclamación del misterio, con un gran contraste entre el camino triunfante del Cristo del Domingo de Ramos y el Vía Crucis de los días santos.

Sin embargo, son las últimas palabras de Jesús en el madero la nueva semilla que debe empujar el remo evangelizador de la Iglesia en el mundo.

"Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Este es el evangelio, esta la nueva noticia, el contenido de la nueva evangelización. Desde una paradoja este mundo que parece tan autónomo, necesita que se le anuncie el misterio de la debilidad de nuestro Dios en la que se demuestra el culmen de su amor. Como lo anunciaron los primeros cristianos con estas narraciones largas y detallistas de la pasión de Jesús.

Era el anuncio del amor de un Dios que baja con nosotros hasta el abismo de lo que no tiene sentido, del pecado y de la muerte, del absurdo grito de Jesús en su abandono y en su confianza extrema. Era un anuncio al mundo pagano tanto más realista cuanto con él se podía medir la fuerza de la Resurrección.

La liturgia de las palmas anticipa en este domingo, llamado pascua florida, el triunfo de la resurrección; mientras que la lectura de la Pasión nos invita a entrar conscientemente en la Semana Santa de la Pasión gloriosa y amorosa de Cristo el Señor.


20 de marzo de 2013

El poder del servicio...




El verdadero poder es el servicio. 
El Papa ha de servir a todos, 
especialmente a los más pobres, 
los más débiles, los más pequeños.

El Papa Francisco.

Con amor, bondad y ternura...





Homilía del Papa Francisco 
Santa Misa de inicio del Ministerio Petrino 
(19 de marzo de 2013)

Velar por todo hombre y por toda mujer 
con amor, bondad y ternura

Queridos hermanos y hermanas: Doy gracias al Señor por poder celebrar esta santa misa de inicio del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica en significado, y es también la onomástica de mi venerado antecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.

Saludo con afecto a los hermanos cardenales y obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos. Doy las gracias por su presencia a los representantes de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y de otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del mundo y al Cuerpo Diplomático.

Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer» (Mt 1,2 4). En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José: la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y de Jesús; pero se trata de una custodia que se extiende después a la Iglesia, como subrayó el Beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen Santa es figura y modelo» (Exhort. ap. Redemptoris Custos, n. 1).

¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, incluso cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el Templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como los difíciles, en el viaje a Belén para el censo y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús.

¿Cómo vive José su vocación de custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Prestando atención constante a Dios, permaneciendo abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio; y eso es lo que Dios le pide a David, como hemos escuchado en la Primera Lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su Palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero con piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es «custodio» porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado; sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que lo rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas. En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: ¡Cristo! ¡Custodiemos a Cristo en nuestra vida, para custodiar a los demás, para custodiar la creación!

Pero la vocación de custodiar no solo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es sencillamente humana, y concierne a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el Libro del Génesis y como nos muestra San Francisco de Asís: es respetar a todas las criaturas de Dios y el entorno en el que vivimos. Es velar por la gente, preocuparse por todos, por cada persona, con amor, especialmente por los niños, por los ancianos, por quienes son más frágiles y a menudo permanecen en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en el seno de la familia: los cónyuges velan recíprocamente uno por otro, y luego, como padres, cuidan de los hijos, y con el tiempo, también los hijos se convertirán en custodios de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que consisten en velar recíprocamente en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. ¡Sed custodios de los dones de Dios!

Y cuando el hombre desatiende esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción, y el corazón se agosta. Por desgracia, en todas las épocas de la historia existen «Herodes» que traman designios de muerte, que destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.

Quisiera pedir, por favor, a todos cuantos ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos «custodios» de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza; custodios del otro, del medio ambiente; ¡no dejemos que signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro! ¡Pero, para «custodiar», también tenemos que cuidar de nosotros mismos! ¡Recordemos que el odio, la envidia y la soberbia ensucian la vida! Custodiar significa, pues, vigilar nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque precisamente de ahí salen las intenciones buenas y malas: ¡las que construyen y las que destruyen! ¡No debemos tener miedo de la bondad, más aún: ni siquiera de la ternura!

Y aquí añado entonces una anotación más: el hecho de preocuparse, de velar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los Evangelios, San José aparece como un hombre fuerte, valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud del débil, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de apertura verdadera al otro, capacidad de amor. ¡No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura!

Hoy, junto con la fiesta de San José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo Obispo de Roma, Sucesor de Pedro, que lleva consigo también un poder. Ciertamente, Jesucristo dio un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor les sigue la triple invitación: «Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas». No olvidemos nunca que el poder verdadero es el servicio, y que también el Papa, para ejercer su poder, debe penetrar cada vez más en ese servicio que tiene su cumbre luminosa en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico en fe, de San José, y, como él, abrir sus brazos para velar por todo el Pueblo de Dios y para acoger con afecto y ternura a toda la humanidad, especialmente a los más pobres, a los más débiles, a los más pequeños; a aquellos a los que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al preso (cf. Mt 25, 31-46). ¡Solo quien sirve con amor sabe custodiar!

En la Segunda Lectura, san Pablo habla de Abrahán, que, «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza» (Rom 4, 18). ¡Apoyado en la esperanza, contra toda esperanza! Hoy también, ante tantas zonas de cielo gris, necesitamos ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Velar por la creación, por todo hombre y por toda mujer, con una mirada de ternura y de amor, significa abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes; ¡significa llevar el calor de la esperanza! Y, para el creyente, para nosotros los cristianos, al igual que Abrahán, al igual que San José, la esperanza que llevamos tiene el horizonte de Dios que se nos abrió en Cristo, y está fundada sobre esa roca que es Dios.

Velar por Jesús con María, velar por toda la creación, velar por toda persona —especialmente por los más pobres—, velar por nosotros mismos: he aquí un servicio que el Obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados para que resplandezca la estrella de la esperanza; ¡protejamos con amor lo que Dios nos ha dado!

Imploro la intercesión de la Virgen María, de San José, de los santos Pedro y Pablo, de San Francisco, para que el Espíritu Santo acompañe mi ministerio, y a todos os digo: ¡Rezad por mí!

Amén.


19 de marzo de 2013

Por el Santo Padre el Papa Francisco.




Oh Dios, Tú que en Tú designio providencial 
quisiste que tu Iglesia fuese construida sobre Pedro, 
a quien elegiste sobre los demás Apóstoles, 
mira con misericordia al Papa Francisco, 
escucha nuestra oración y concede 
a quien se ha convertido en el sucesor de Pedro, 
que sea para tu pueblo fuente viva y base firme 
de unidad en la fe y en la comunión. 

Te lo pedimos por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, 
quien vive y reina contigo 
en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios, 
por los siglos de los siglos. 
Amen.

Salve José...




¡San José, guardián de Jesús y casto esposo de María, tu empleaste toda tu vida en el perfecto cumplimiento de tu deber. Tu mantuviste a la Sagrada Familia de Nazaret con el trabajo de tus manos. Protege bondadosamente a los que se vuelven confiadamente a ti. Tu conoces sus aspiraciones y sus esperanzas. Ellos se dirigen a ti porque saben que tu los comprendes y proteges. Tu también supiste de pruebas, cansancio y trabajo. Pero, aun dentro de las preocupaciones materiales de la vida, tu alma estaba llena de profunda paz y cantó llena de verdadera alegría debido al íntimo trato que gozaste con el Hijo de Dios que te fue confiado a ti a la vez a María, su tierna Madre. Amén.


La oración de los cinco dedos.



1. El dedo pulgar es el que está más cerca de ti. Así que comienza orando por aquéllos que están más unidos a ti. Son los más fáciles de recordar. Orar por los que amamos es "una dulce tarea." 

2. El próximo dedo es el índice: Ora por los que enseñan, instruyen y curan. Ellos necesitan apoyo y sabiduría al conducir a otros por la dirección correcta. Mantenlos en tus oraciones. 

3. El siguiente dedo es el más alto. Nos recuerda a nuestros líderes, a los gobernantes, a quienes tienen autoridad. Ellos necesitan la dirección divina. 

4. El próximo dedo es el del anillo. Sorprendentemente, éste es nuestro dedo más débil. Él nos recuerda orar por los débiles, enfermos o atormentados por problemas. Ellos necesitan tus oraciones. 

5. Y finalmente tenemos nuestro dedo pequeño, el más pequeño de todos. El meñique debería recordarte orar por ti mismo. Cuando hayas terminado de orar por los primeros cuatro grupos, tus propias necesidades aparecerán en una perspectiva correcta y estarás preparado para orar por ti mismo de una manera más efectiva.

Cardenal Jorge Mario Bergoglio Sívori. 
Arzobispo de Buenos Aires.
(Papa Francisco)

14 de marzo de 2013

Oremus...



Pro Beatissimo Papa nostro 

FRANCISCUM


13 de marzo de 2013

Oración por la elección del nuevo Papa.



Espíritu Santo 
que siempre has preparado el camino 
al sucesor de Pedro, 
ayúdanos en este tiempo de gracia, 
a orar con fervor y acoger en el amor 
a quien el Señor nos quiera dar.
Como Iglesia Universal, unidos en oración, 
queremos a un hombre que tenga 
el espíritu del Evangelio, 
que imitando a Jesús Buen Pastor 
siga sirviendo a tu Pueblo.
Espíritu Santo, nuestro Eterno Consolador, 
te pedimos especialmente 
que derrames tu Gracia, tu Luz y tu amor 
sobre todos los Cardenales que han de elegir 
al nuevo sucesor de Pedro y obispo de Roma.
Que el nuevo Papa 
nos presida en la unidad y en la caridad, 
sirva con ardor y gran celo a las almas, 
con vigilante dedicación pastoral.
Unidos espiritualmente con María, 
Madre de la Iglesia, 
colocamos bajo su maternal amparo,
 el camino eclesial de quien guiará 
a la Comunidad Cristiana. 
Amén.