31 de diciembre de 2011

Gracias Señor, por el año que termina...




Gracias Señor, por todo cuanto me diste en el año que termina,
gracias por los días de sol y los nublados tristes,
por las tardes tranquilas y las noches oscuras.

Gracias por la salud y por la enfermedad,
por las penas y las alegrías.

Gracias por todo lo que me prestaste y luego me pediste.
Gracias Señor, por la sonrisa amable y por la mano amiga,
por el amor y por todo lo hermoso y por todo lo dulce,
por las flores y las estrellas,
por la existencia de los niños y de las almas buenas.

Gracias por la soledad, por el trabajo, por las inquietudes,
por las dificultades y las lágrimas.
Por todo lo que me acercó a Ti.

Gracias por haberme conservado la vida,
y por haberme dado techo, abrigo y sustento.

Gracias Señor. Gracias Señor. Señor.

¿Qué me traerá el año que empieza?

Lo que Tu quieras Señor,
pero te pido fe para mirarte en todo,
esperanza para no desfallecer,
y caridad para amarte cada día más,
y para hacerte amar entre los que me rodean.

Dame paciencia y humildad, desprendimiento y generosidad,
dame Señor, lo que tu sabes que me conviene
y yo no sé pedir.

Que tenga el corazón alerta,
el oído atento, las manos y la mente activas,
y que me halle siempre dispuesto a hacer tu Santa Voluntad.

Derrama Señor, tus gracias sobre todos los que amo
y concede tu paz al mundo entero. Así sea.

Gracias Señor. Gracias Señor. Amén.

25 de diciembre de 2011

Navidad, misterio que conmueve nuestra fe y existencia



Catequesis del Santo Padre Benedicto XVI sobre la Navidad.



"Con la liturgia navideña la Iglesia nos introduce en el gran Misterio de la Encarnación. La Navidad, en efecto, no es un simple aniversario del nacimiento de Jesús; es también esto, pero es más aún, es celebrar un Misterio que ha marcado y continua marcando la historia del hombre –Dios mismo ha venido a habitar en medio de nosotros (cfr. Jn. 1,14), se ha hecho uno de nosotros--; un Misterio que conmueve nuestra fe y nuestra existencia; un Misterio que vivimos concretamente en las celebraciones litúrgicas, en particular en la Santa Misa.


Cualquiera podría preguntarse: ¿cómo es posible que yo viva ahora este evento tan lejano en el tiempo? ¿Cómo puedo participar provechosamente en el nacimiento del Hijo de Dios, ocurrido hace más de dos mil años? En la Santa Misa de la Noche de Navidad, repetiremos como estribillo de respuesta al salmo responsorial estas palabras: “Hoy ha nacido para nosotros el Salvador”. Este adverbio de tiempo, “hoy”, se utiliza más veces en las celebraciones natalicias y está referido al hecho del nacimiento de Jesús y a la salvación que la Encarnación del Hijo de Dios viene a traer. En la Liturgia, tal venida sobrepasa los límites del espacio y del tiempo y se vuelve actual, presente; su efecto perdura, en el transcurrir de los días, de los años y de los siglos. Indicando que Jesús nace “hoy”, la Liturgia no usa una frase sin sentido, sino subraya que esta Navidad incide e impregna toda la historia, sigue siendo una realidad incluso hoy, a la cual podemos acudir precisamente en la liturgia. A nosotros los creyentes, la celebración de la Navidad renueva la certeza de que Dios está realmente presente con nosotros, todavía “carne” y no sólo lejano: aún estando con el Padre está cerca de nosotros. Dios, en aquel Niño nacido en Belén, se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar todavía, en un “hoy” que no tiene ocaso.


Me gustaría insistir sobre este punto, porque al hombre contemporáneo, hombre de lo “razonable”, de lo experimentable empíricamente, se le hace cada vez más difícil abrir el horizonte y entrar en el mundo de Dios. La redención de la humanidad es sin duda, un momento preciso e identificable de la historia: en el acontecimiento de Jesús de Nazaret; pero Jesús es el Hijo de Dios, es Dios mismo, que no solo le ha hablado al hombre, que le mostró signos maravillosos, que lo condujo a través de toda una historia de salvación, sino que se ha hecho hombre y permanece hombre. El Eterno ha entrado en los límites del tiempo y del espacio, para hacer posible “hoy” el encuentro con Él. Los textos litúrgicos navideños nos ayudan a entender que los eventos de la salvación realizados por Cristo son siempre actuales, interesan a cada hombre y a todos los hombres. Cuando escuchamos o pronunciamos, en las celebraciones litúrgicas, este “hoy ha nacido para nosotros el Salvador”, no estamos utilizando una expresión convencional vacía, sino entendemos que Dios nos ofrece “hoy”, ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores de Belén, para que Él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia.


La Navidad, por tanto, mientras conmemora el nacimiento de Jesús en la carne, de la Virgen María –y numerosos textos litúrgicos hacen revivir a nuestros ojos este o aquél episodio--, es un evento eficaz para nosotros. El papa san León Magno, presentando el sentido profundo de la Fiesta de Navidad, invitaba a sus fieles con estas palabras: “Exultemos en el Señor, queridos míos, y abramos nuestros corazón a la alegría más pura, porque ha despuntado el día que para nosotros significa la nueva redención, la antigua preparación, la felicidad eterna. Se renueva en realidad para nosotros, en el ciclo anual que transcurre, el alto misterio de nuestra salvación, que, prometido al inicio y otorgado al final de los tiempos, está destinado a durar para siempre” (Sermón 22, In Nativitate Domini, 2,1: PL 54,193). Y, siempre san León Magno, en otra de sus homilías navideñas, afirmaba: “Hoy, el creador del mundo ha sido generado en el seno de una virgen: aquel que había hecho todas las cosas se ha hecho hijo de una mujer creada por él mismo. Hoy, la Palabra de Dios ha aparecido revestido de carne y, aunque nunca había sido visible al ojo humano, se ha hecho también visiblemente palpable. Hoy los pastores han escuchado por voz de los ángeles que que ha nacido el Salvador en la sustancia de nuestro cuerpo y de nuestra alma” (Sermón 26, In Nativitate Domini, 6,1: PL 54,213).


Hay un segundo aspecto al cual quisiera aludir brevemente: el evento de Belén debe ser considerado a la luz del Misterio Pascual: el uno y el otro son parte de la única obra redentora de Cristo. La Encarnación y el nacimiento de Jesús nos invitan a dirigir, desde ya, la mirada sobre su muerte y su resurrección: Navidad y Pascua, ambas son fiestas de la redención. La Pascua se celebra como victoria sobre el pecado y sobre la muerte: marca el momento final, cuando la gloria del Hombre-Dios resplandece como la luz del día; la Navidad se celebra como el entrar de Dios en la historia haciéndose hombre para restituir el hombre a Dios: marca, por así decirlo, el momento inicial, cuando se deja entrever el clarear del alba. Pero así como el alba precede y hace ya presagiar la luz del día, así la Navidad anuncia ya la Cruz y la gloria de la Resurrección. También los dos períodos del año, en los cuales están situadas las dos grandes fiestas, al menos en algunas áreas del mundo, pueden ayudar a comprender este aspecto. Efectivamente, mientras la Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las densas y frías nieblas y renueva la faz de la tierra, la Navidad cae justo al inicio del invierno, cuando la luz y el calor del sol no llegan a despertar a la naturaleza, envuelta por el frío; pero sin embargo, bajo su manto palpita la vida y comienza de nuevo la victoria del sol y del calor.


Los padres de la Iglesia leían siempre el nacimiento de Cristo a la luz de la entera obra redentora, que encuentra su cúspide en el Misterio Pascual. La Encarnación del Hijo de Dios aparece no solo como el inicio y la condición de la salvación, sino como la presencia misma del Misterio de nuestra salvación: Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer a la muerte y al pecado. Dos textos significativos de san Basilio lo ilustran bien. San Basilio decía a los fieles: “Dios asume la carne justo para destruir la muerte en ella escondida. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos anulan los efectos, y como la oscuridad de una casa se disuelve a la luz del sol, así la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo, que permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reina la oscuridad, se derrite de inmediato al calor del sol. Así la muerte, que había reinado hasta la venida de Cristo, apenas aparece la gracia del Dios Salvador y surge el sol de justicia, “fue devorada por la victoria” (1 Cor. 15,54), sin poder coexistir con la Vida” (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31,1461). Y también san Basilio, en otro texto, hacía esta invitación: “Celebramos la salvación del mundo, la navidad del género humano. Hoy ha sido perdonada la culpa de Adán. No tenemos que decir nunca más: “Eres polvo y al polvo tornarás” (Gn. 3,19), sino, unidos a aquel que ha venido del cielo, serán admitidos en el cielo” (Homilía sobre el nacimiento de Cristo, 2: PG 31,1461).


En Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina sobre nuestros límites, sobre nuestras debilidades, sobre nuestros pecados y se abaja hasta nosotros. San Pablo afirma que Jesucristo “siendo de condición divina... se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, asumiendo semejanza humana” (Fil. 2,6-7). Miremos a la gruta de Belén: Dios se abaja hasta ser acostado en un pesebre, que es ya el preludio del abajamiento en la hora de su pasión. El culmen de la historia del amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén.


Queridos hermanos y hermanas, vivamos con alegría la Navidad que se acerca. Vivamos este acontecimiento maravilloso: el Hijo de Dios nace aún “hoy”, Dios está verdaderamente cercano a cada uno de nosotros y quiere encontrarnos, quiere llevarnos a Él. Es Él la verdadera luz, que elimina y disuelve las tinieblas que envuelven nuestra vida y a la humanidad. Vivamos la Navidad del Señor contemplando el camino del inmenso amor de Dios que nos ha elevado hacia Sí a través del Misterio de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de su Hijo, porque –como afirma san Agustín- “en (Cristo) la divinidad del Unigénito se ha hecho partícipe de nuestra mortalidad, a fin de que podamos participar de su inmortalidad” (Epístola 187,6,20: PL33,839-840). Sobre todo contemplemos y vivamos este Misterio en la celebración de la Eucaristía, centro de la Santa Navidad; allí se hace presente Jesús de modo real, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra salvación.


Les deseo a todos ustedes y a sus familias, la celebración de una Navidad verdaderamente cristiana, de modo que también los intercambios de saludos en aquel día sean expresión del gozo de saber que Dios está cerca de nosotros y quiere recorrer con nosotros el camino de la vida. Gracias".

24 de diciembre de 2011

En la Natividad de nuestro Señor...





Os deseo a todos una muy feliz y santa Navidad.



Que Jesús, que viene a nosotros


en la humildad de nuestra carne,


nos bendiga con su Amor.


In Domino;

Norberto. Pbro.





18 de diciembre de 2011

"Que se haga en mí...




"En el sexto mes, el Angel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. El Angel entró en su casa y la saludó, diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”. Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. Pero el Angel le dijo: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido. Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”. María dijo al Angel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?”. El Angel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios. También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes, porque no hay nada imposible para Dios”. María dijo entonces: “Yo soy la esclava del Señor, que se haga en mí según tu palabra”. Y el Angel se alejó. (Lucas 1, 26-38)"

17 de diciembre de 2011

Virgen del Adviento.




María, Virgen del Adviento,
esperanza nuestra,
de Jesús la aurora,
del cielo la puerta.

Madre de los hombres,
de la mar estrella,
llévanos a Cristo,
danos sus promesas.

Eres, Virgen Madre,
la de gracia llena,
del Señor la esclava,
del mundo la reina.

Alza nuestros ojos
hacia tu belleza,
guía nuestros pasos
a la vida eterna.
Amén.

12 de diciembre de 2011

En el 478 aniversario de las apariciones de Ntra. Sra. de Guadalupe.






Plegaria del Papa Juan Pablo II a la Virgen de Guadalupe



¡Oh Virgen Inmaculada, Madre del verdadero Dios y Madre de la Iglesia! Tú, que desde este lugar manifiestas tu clemencia y tu compasión a todos los que solicitan tu amparo: escucha la oración que con filial confianza te dirigimos, y represéntala ante tu Hijo Jesús, único Redentor nuestro.


Madre de misericordia, Maestra del sacrificio escondido y silencioso, a ti, que sales al encuentro de nosotros, los pecadores, te consagramos en este día todo nuestro ser todo nuestro amor. Te consagramos también nuestra vida, nuestros trabajos, nuestras alegrías, nuestras enfermedades y nuestros dolores.


Da la paz, la justicia y la prosperidad a nuestros pueblos, ya que todo lo que tenemos y somos lo ponemos bajo tu cuidado, Señora y Madre nuestra.


Queremos ser totalmente tuyos y recorrer contigo el camino de una plena fidelidad a Jesucristo en su Iglesia: no nos sueltes de tu mano amorosa.


Virgen de Guadalupe, Madre de las Américas, te pedimos por todos los Obispos, para que conduzcan a los fieles por senderos de intensa vida cristiana, de amor y de humilde servicio a Dios y a las almas.


Contempla esta inmensa mies, e intercede para que el Señor infunda hambre de santidad en todo el pueblo de Dios, y otorgue abundante vocaciones de sacerdotes y religiosas, fuertes en la fe y celosos dispensadores de los misterios de Dios.


Concede a nuestros hogares la gracia de amar y de respetar la vida que comienza, con el mismo amor con el que concebiste en tu seno la vida del Hijo de Dios. Virgen Santa María, Madre del Amor Hermoso, protege a nuestras familias para que estén siempre muy unidas, y bendice la educación de nuestros hijos.


Esperanza nuestra, míranos con compasión, enséñanos a ir continuamente a Jesús y, si caemos, ayúdanos a levantarnos, a volver a él, mediante la confesión de nuestras culpas y pecados en el sacramento de la penitencia que trae sosiego al alma. Te suplicamos que nos concedas un amor muy grande a todos los santos sacramentos, que son como las huellas que ti Hijo nos dejó en la tierra.


Así, Madre Santísima, con la paz de Dios en la conciencia, con nuestros corazones libres de mal y de odios, podremos llevar a todos la verdadera alegría y la verdadera paz, que vienen de tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que con Dios Padre y con el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

11 de diciembre de 2011

Domingo de Gaudete.




En este tercer domingo de Adviento, llamado tambien "Domingo de Gaudete", la Iglesia nos exhorta con insistencia a vivir bien este tiempo cultivando el espíritu de oración, que debe caracterizar toda nuestra vida. Sólo por medio de la oración alcanzamos el clima adecuado para encontrarnos con Dios y ser dignos de recibir sus dones, entre los cuales sobresale el gran don de su próxima venida en la Navidad.


Precisamente este don constituye uno de los motivos principales para estar alegres, pues viene a nosotros nuestro Salvador. Ante todas esas muestras del amor de Dios debemos corresponder con vivo agradecimiento.


La primera lectura de Isaías (61,1-2.10-11) refuerza el motivo de gozo que debe acompañarnos en estos días de espera presentándonos de modo bastante completo en qué consiste la misión de Cristo, nuestro Salvador: viene a traer la buena nueva, a vendar los corazones rotos; a pregonar la liberación, y un año de gracia del Señor, a consolar... Por ello debemos estar siempre alegres en el Señor, llenos de esperanza y de gozo, porque tenemos un Dios que nos ama tanto, que hace hasta lo imposible para hacernos partícipes de su salvación.


En el pasaje del evangelio de Juan (1,6-8.19-28) es san Juan el Bautista quien, con su testimonio de precursor humilde de Cristo, nos ofrece una clave para poder participar de los dones que Dios quiere comunicarnos: la necesidad de vaciarnos de nosotros mismos, pues Dios no puede donarse a sí mismo, ni puede salvarnos, si nosotros estamos llenos de nosotros mismos. Para prepararnos a la venida de Cristo en esta Navidad debemos vaciarnos de nosotros mismos, para dejar espacio a Dios en nuestro corazón.


Secundando la exhortación de san Pablo (1Ts 5,16-24), estamos invitados a fomentar el gozo en nuestras vidas por todas las bendiciones que Dios nos otorga y a volvernos a Él en una oración perseverante y llena de gratitud. Gocemos de todo lo hermoso y bello de los dones materiales y también de los dones espirituales, descubriendo en ellos al Dador de todo bien, a Dios. Infundamos a nuestra jornada diaria, en diversos momentos, el aliento espiritual de la oración que nos ayudará a vivir siempre en su presencia y bajo su bendición. Y, finalmente, que la gratitud sea una expresión continua que brote de nuestros labios y que vaya acompañada de nuestras obras. Gratitud, porque nos descubrimos destinatarios del amor infinito y misericordioso de un Dios que tanto nos ama que viene nuevamente a nosotros en esta Navidad para llenar nuestras vidas de sentido y de felicidad.

8 de diciembre de 2011

Feliz sacerdocio.





A continuación podemos leer la carta sobre la vocación sacerdotal que Monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián, ha escrito para este día en que España celebra la solemnidad de su patrona, la Purísima o Inmaculada Concepción.


"Recientemente se publicaba en la revista Forbes, especializada en el mundo de los negocios y las finanzas, un estudio de investigación realizado por la Universidad de Chicago, en el que se daba a conocer que los sacerdotes conforman el colectivo de profesionales más felices de la sociedad norteamericana. Le seguían el colectivo de los bomberos, y otras profesiones con alto componente humanista y altruista.


Se agradece este dato “provocativo”, que nos da la oportunidad de testimoniar la salud de nuestra vocación sacerdotal, en medio de unas circunstancias más bien adversas. A lo largo de mi vida me han preguntado con frecuencia –y últimamente más- sobre el grado de satisfacción con el que he vivido como cura y ahora como obispo. Puedo decir en verdad que he sido, soy, y con la gracia de Dios espero seguir siendo, inmensamente feliz. Lo cual no implica que en mi vida no haya dolor y dificultades… Por eso mi respuesta ha sido siempre la misma: “Aunque sufro, soy muy feliz”. Sufro por mis propias miserias, pero también sufro en la misma medida en que amo; porque no puedo ser indiferente a los padecimientos de quienes me rodean, ni a la pérdida de sentido en la vida de tantos. Es más, no creo en otro tipo de felicidad en esta vida. La felicidad “rosa”, carente de problemas y de preocupaciones, no sólo no es cristiana sino que, simplemente, “no es”.


Es posible que resulte más fácil entender la felicidad sacerdotal en otro tipo de contextos sociales, como es el caso de los misioneros, quienes ordinariamente pueden “tocar” los frutos de su entrega generosa. Pero, ¿cómo puede un sacerdote ser feliz en una sociedad secularizada y anticlerical? Me atrevo a decir que sería una tentación y un error identificar la felicidad con el éxito social. La Madre Teresa de Calcuta repetía con frecuencia: “A mí Dios no me ha pedido que tenga éxito; me ha pedido que sea fiel”. El camino de la felicidad, pasa necesariamente por el de la fidelidad. La felicidad sin fidelidad es un espejismo, una mentira. No existe felicidad sin fidelidad. Y no olvidemos que la fidelidad comporta pruebas, incomprensiones, purificaciones, persecuciones…


Escuché en unos Ejercicios Espirituales que nuestra felicidad es proporcional a la experiencia de Dios que podamos alcanzar en esta vida. (Por cierto, me atrevo a apostar que la Universidad de Chicago se olvidó de las monjas contemplativas en su estudio estadístico, porque de lo contrario ellas habrían alcanzado el primer puesto en el ranking de “felicidad”. ¡Y si alguno lo duda, que haga la experiencia de tocar la puerta de algún monasterio!).


En definitiva, sólo cuando somos conscientes de que venimos del Amor y de que al Amor volvemos, es cuando podemos dar lo mejor de nosotros mismos con plena alegría. Y si tenemos en cuenta que la felicidad no es perfecta hasta que no se comparte, la segunda clave de la felicidad sacerdotal consiste en ser un instrumento de Dios para la vida del mundo. ¡Humilde instrumento de Dios!... ni más, pero tampoco menos.


Ni que decir tiene que la felicidad del sacerdote no es automática por el hecho de haber recibido las Órdenes Sagradas. Difícilmente podrá haber mayor desgracia que la vivencia del sacerdocio en abierta infidelidad. Recuerdo unas palabras del P. Arrupe, quien fue Prepósito General de la Compañía de Jesús: “Le pedí a Dios morir antes que serle infiel. Porque la muerte también es apostolado, mientras que la tibieza del sacerdote es la ruina de la cristiandad”. Desligar el sacerdocio de la búsqueda de la santidad, es tanto como divorciarlo de la felicidad.


Nuestra Diócesis de San Sebastián necesita sacerdotes, y sacerdotes santos; es decir, sacerdotes felices. También el conjunto de la sociedad los necesita, porque una y otra vez estamos comprobando lo que decía Bernanos: “Un cura menos, cien brujos más”. Y el genial y provocativo Chesterton lo formulaba así: “Necesitamos curas que nos recuerden que vamos a morir, pero también necesitamos curas que nos recuerden que estamos vivos”.


Hoy, fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, celebramos en las diócesis vascas el Día del Seminario. En este curso hemos iniciado una nueva etapa en la andadura de nuestro Seminario Diocesano. Es obvio que la escasez de candidatos al sacerdocio que padecemos en estos momentos, puede llevar a un empobrecimiento en su convivencia y formación. Por ello, nuestros seminaristas están ahora integrados en el Seminario de Pamplona, donde, entre semana cursan sus estudios teológicos; mientras que los fines de semana realizan sus prácticas de pastoral en nuestras parroquias. Tenemos el deber de poner todos los medios posibles para que los jóvenes que han sentido la llamada al sacerdocio, puedan discernirla y formarse en el ambiente más enriquecedor posible.


No tengo la menor duda de que el aumento de vocaciones sacerdotales dependerá en buena medida de nuestra perseverancia en la oración, de nuestra fidelidad y amor a la Iglesia de Cristo, y en especial, del testimonio de santidad y alegría de nosotros, los sacerdotes. ¡Que Santa María Inmaculada dé la gracia del “sí” a cuantos sean llamados al “feliz sacerdocio”!".

"¡Oh Purísima...



... y Santísima Virgen María,

yo creo y confieso

vuestra Santa e Inmaculada Concepción

pura y sin mancha.

¡Oh Purísima Virgen!,

por vuestra pureza virginal,

vuestra Inmaculada Concepción

y vuestra gloriosa cualidad de Madre de Dios,

alcanzadme de vuestro amado Hijo

la humildad, la caridad,

una gran pureza de corazón,

de cuerpo y de espíritu,

una santa perseverancia en el bien,

el don de oración,

una buena vida

y una santa muerte.

Amén"

Sine macula concepta...




La Inmaculada Concepción de María es el dogma de fe que declara que por una gracia singular de Dios, María fue preservada de todo pecado, desde el mismo instante de su concepción.


Esta doctrina es de origen apostólico, aunque el dogma fue proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus que dice textualmente:


"...declaramos, proclamamos y definimos que la doctrina que sostiene que la beatísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo Jesús Salvador del género humano, está revelada por Dios y debe ser por tanto firme y constantemente creída por todos los fieles..."

7 de diciembre de 2011

Con mis ojos te veré...




Mis ojos, mis pobres ojos
que acaban de despertar
los hiciste para ver,
no sólo para llorar.

Haz que sepa adivinar
entre las sombras la luz,
que nunca me ciegue el mal
ni olvide que existes tú.

Que, cuando llegue el dolor,
que yo sé que llegará,
no se me enturbie el amor,
ni se me nuble la paz.

Sostén ahora mi fe,
pues, cuando llegue a tu hogar,
con mis ojos te veré
y mi llanto cesará.