Celebramos el II domingo de Cuaresma. La lectura del Santo Evangelio según San Marcos, nos lleva a la contemplación de la Trasnfiguración de nuestro Señor ante la asombrosa mirada de sus discípulos.
Jesús había anunciado a los suyos la cercanía de su Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los gentiles. Y los animó a que le siguieran por el camino de la cruz y del sacrificio.
Nuestra vida es un camino hacia la Casa del Padre. Pero es una camino que pasa a través de la Cruz y del sacrificio. Hasta el último momento habremos de luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros la tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con una vida fácil, cómoda, placentera, como la de tantos que viven con el pensamiento puesto exclusivamente en esta vida, en las cosas materiales, perecederas.
El Papa Pablo VI, llegó a afirmar, que el cristianismo no puede dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y grande del deber. Si tratásemos de quitarle la cruz a nuestra vida, nos crearíamos ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una interpretación cómoda de la vida. Y no es esa, la senda que nos indicó el Señor.
Los discípulos iban a quedar profundamente desconcertados cuando presenciasen los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de ellos, a Pedro, Santiago y Juan, a la cima del monte Tabor para que contemplaran su gloria.
También a nosotros, como a Pedro, Santiago y Juan, quiere el Señor confortarnos con la esperanza que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a ser fuertes y a perseverar en el camino.
No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que pasa nos acercamos un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de recorrer para el abrazo definitivo con Dios Padre.
¿Cómo será el Cielo que nos espera, donde contemplaremos, si somos fieles, a Cristo glorioso, no en un instante, sino toda una eternidad?
El misterio que celebramos no sólo fue un signo y anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como nos enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos: herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para ser con Él también glorificados.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos hará verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad grave..., mucho menos las pequeñas contrariedades diarias que tienden a quitarnos la paz.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso al final del camino. Y cuando llegue la hora en que se cierren nuestros ojos para esta vida, nos permita el Señor abrirlos, para contemplar como aquellos tres discípulos en el Tabor, la hermosura infinita de su gloria.
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