En este día, los cristianos nos recogemos ante el gran misterio de la Encarnación del Verbo, del Hijo de Dios.
La fiesta de la Encarnación, hunde sus raíces en los primeros siglos de la era cristiana. Es así, que los primeros testimonios de esta solemnidad litúrgica aparecen en el siglo IV. Los Padres de la Iglesia, así lo creían, demostraban y predicaban. Ya en el siglo VII, el Papa Sergio I, introdujo esta celebración en la Iglesia Romana y ya, desde el principio, se viene celebrando la fiesta el 25 de marzo.
La Encarnación se encuentra en el centro de nuestra fe, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su amor por los hombres.
Dios envía a su arcángel Gabriel a una ciudad desconocida, a una mujer humilde, para decirle que será la madre de su Hijo. María no se asusta ante la presencia, ante la aparición del enviado, del mensajero de Dios. Lo que le turba es el mensaje, ella siendo tan pequeña, no sabe si estará a la altura de las circunstancias, pero se fía plenamente de Dios y pone en sus manos, el destino de su vida.
La encarnación del verbo en las entrañas purísimas de María, fue así de sencillo. No hubo grandes eventos ni portentosas y extraordinarias manifestaciones. La sencillez de María fue así, de principio a fin, y todos los eventos que la rodearon así lo fueron. Ella, una joven más, de entre las muchas jóvenes doncellas del Israel de su tiempo, fue la elegida y predestinada por Dios desde mucho tiempo atrás, para que fuese la Madre del Salvador.
El misterio de la Encarnación significa que en un instante, la segunda persona de la Trinidad, el verbo de naturaleza divina, asumió plenamente la naturaleza humana, sin desechar su condición divina y se hizo carne en las entrañas de María.
Sin saber lo que acontecía, María dando su Sí a las palabras del ángel, engendró antes al Señor en su corazón que en sus entrañas. María por ser la Madre de Dios, fue adornada por parte del Creador, con una serie de privilegios. Entre otros, el de permanecer al margen del pecado original en su propia concepción. Por ello, la propia Iglesia considera que la Santísima Virgen María, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio, concedido por Dios omnipotente y en previsión de los méritos de su Hijo, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha de pecado, es decir, honramos a la virgen María con el título de la Inmaculada Concepción, por ser la Madre de Cristo.
María es mujer sencilla, mujer valiente, mujer fiel, mujer de fe, esperanza y caridad. Ella es la estrella que nos guía en el camino de Jesucristo. A Jesús se va y se viene por María.
Gracias Madre por tu fidelidad al plan de Dios; gracias Madre, por el regalo de tu Hijo; gracias Madre, por ser ejemplo, modelo y guía en el seguimiento de Cristo. Gracias Madre, porque tu Sí, mereció la pena.
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