16 de diciembre de 2012

No tengo la conciencia tranquila...




Pillan a un ladrón de cuello blanco con las manos en la masa de un fraude de millones de dólares, y lo primero que declara es que tiene la conciencia tranquila. Desfilan por el telediario deportistas con el pescuezo con tortícolis de tanto sostener el peso de las medallas de oro y que de buenas a primera son acusados de doparse, y nos largan un comunicado de cuatro folios pregonando que tienen la conciencia tranquila. Políticos sin escrúpulos grabados en conversaciones comprometedoras, artistas del tablao y la farándula tratando negocios turbios, defraudadores de hacienda, comisionistas de obras públicas, funcionarios que se pasan ocho horas tomando café y leyendo la prensa por Internet, calumniadores profesionales que se adueñan de los platós de televisión para despellejar al famoso de turno caído en desgracia; mentirosos expertos que tuercen y retuercen la realidad para hacerla más morbosa y más comercial; todos tienen la conciencia tranquila. Desde el ama de casa que le echa más horas de la cuenta a chismorrear por el patio, al empleado público que trajina folios; desde el barman que aligera el licor con agua de grifo al cocinero que aprovecha las sobras del cliente que ya ha pagado la cuenta para hacer un cocido. Todos tienen la conciencia tranquila. Desde el policía aburguesado al taxista perezoso. Desde el enamorado medio pensionista al clérigo que no reza el breviario. 

Yo sólo soy un pobre diablo y declaro que no tengo la conciencia tranquila. Me acusa y me atosiga a toda hora. Me desvela las mejores horas del sueño para recordarme un mal gesto o una mirada de enojo. Me acusa cuando no doy por no hacer la caridad; me causa cuando doy porque entrego poco; me acusa cuando dono mucho porque quizá mi mano izquierda se ha enterado que lo hizo la derecha. Me critica cuando rezo porque oro mal, me acusa cuando me siento ante la tele o Internet porque son horas que se las robo a Dios. Me acusa cuando hablo y tengo que callar, y cuando guardo silencio y debería haber hablado. Me señala con el dedo cuando me recreo en el comentario inoportuno, cuando hago leña del árbol caído, cuando me dejo amontonar las facturas sin revisar ni archivar, cuando dejo que la salsa de los espaguetis se pegue en el fondo de la cacerola, cuando dejo para mañana la llamada de ánimo que está esperando un amigo enfermo, cuando no visito ni consuelo al enfermo, cuando miro al pobre no con los ojos de Cristo, sino con la mirada del indiferente. 

Bendita sea mi conciencia que se pasa la vida acusándome y acosándome. Dios quiera que me persiga hasta el fin de mis días porque entonces estaré a tiempo de la conversión y de la salvación. Los que pregonan que tienen la conciencia tranquila sólo la tienen dormida, o, en el peor de los casos, ya está muerta. Por eso duermen a pierna mientras los hijos se pegan al televisor o se enganchan a la pornografía hasta altas horas de la madrugada. Por eso el funcionario se cree en el derecho de sustraerle al Estado su tiempo y su esfuerzo; por eso el café sabe más a agua que a café, las carreteras no terminan de arreglarse nunca y el contratista es cada vez más rico haciendo cada vez menos. 

La conciencia no es otra cosa que la voz de Dios. Pero el Señor habla muy bajito y debemos agudizar mucho el oído para poder escucharle. Los que la tienen tranquila hace ya mucho tiempo que le ha tapado la boca a Nuestro Señor a base de engaños y fraudes, de promesas incumplidas y de pecados no redimidos, y, mientras nos pasemos por la casa en babuchas y albornoz ajenos al dolor de la humanidad, a Dios le hemos escondido en el desván con los brazos y las piernas atadas, y en la boca una mordaza para que no nos recuerde los malos pasos que estamos dando. (Del blog Las Sandalias del Peregrino).

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