14 de marzo de 2010

Un Dios Padre que es Misericordia.


El Evangelio de este IV domingo de Cuaresma constituye una de las páginas más célebres del Evangelio de Lucas y de los cuatro Evangelios: la parábola del hijo prodigo. Todo, en esta parábola, es sorprendente; nunca había sido descrito Dios a los hombres con estos rasgos. Ha tocado más corazones esta parábola sola que todos los discursos de los predicadores juntos. Tiene un poder increíble para actuar en la mente, en el corazón, en la fantasía, en la memoria. Sabe tocar los puntos más diversos: el arrepentimiento, la vergüenza, la nostalgia.

La parábola se introduce con estas palabras: «Solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos". Entonces Jesús les dijo esta parábola...» (Lc 15, 1-2). Siguiendo esta indicación, queremos reflexionar sobre la actitud de Jesús hacia los pecadores.

Es sabida la acogida que Jesús reserva a los pecadores en el Evangelio y la oposición que ello le procuró por parte de los defensores de la ley, que le acusaban de ser «un comedor y un bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34). Uno de los dichos históricamente mejor atestiguados de Jesús enuncia: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). Sintiéndose por Él acogidos y no juzgados, los pecadores le escuchaban gustosamente.

¿Pero quiénes eran los pecadores, qué categoría de personas era designada con este término? Alguno, en el intento de exonerar del todo a los adversarios de Jesús, a los fariseos, sostuvo que con este término se entiende a los criminales, a los fuera de la ley. Si así fuera, los adversarios de Jesús tenían toda la razón de escandalizarse y de considerarle una persona irresponsable y socialmente peligrosa. Sería como si hoy un sacerdote frecuentara habitualmente a mafiosos y criminales y aceptara sus invitaciones a comer, bajo el pretexto de hablarles de Dios.

En realidad las cosas no son así. Los fariseos tenían una visión propia de la ley y de lo que es conforme o contrario a ella, y consideraban réprobos a todos los que no se conformaban con su rígida interpretación de la ley. Pecadores, en resumen, eran para ellos todos los que no seguían sus tradiciones y dictámenes. Siguiendo la misma lógica, ¡los Esenios de Qumran consideraban injustos y transgresores de la ley a los propios fariseos! También ocurre hoy. Ciertos grupos ultraortodoxos consideran automáticamente herejes a cuantos no piensan exactamente como ellos.

Un eminente estudioso escribe al respecto: «No es verdad que Jesús abriera las puertas del reino a criminales empedernidos e impenitentes, o negara la existencia de "pecadores". Jesús se opuso a las normas elaboradas por Israel, por las cuales algunos israelitas eran tratados como si estuvieran fuera de la alianza y excluidos de la gracia de Dios».

Jesús no niega que exista el pecado y que existan los pecadores. El hecho de llamarles «enfermos» lo demuestra. Sobre este punto es más riguroso que sus adversarios. Si estos condenan el adulterio de hecho, Él condena también el adulterio de deseo; si la ley decía no matar, Él dice que no se debe siquiera odiar o insultar al hermano. A los pecadores que se acercan a Él, les dice: «Vete y no peques más»; no dice: «Vete y sigue como antes».

Lo que Jesús condena es establecer por cuenta propia cuál es la verdadera justicia y despreciar a los demás, negándoles hasta la posibilidad de cambiar. Es significativo el modo en que Lucas introduce la parábola del fariseo y del publicano. «Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola» (Lc 18, 9). Jesús era más severo hacia quienes, despectivos, condenaban a los pecadores que hacia los pecadores mismos.

Pero el hecho más novedoso e inaudito en la relación entre Jesús y los pecadores no es su bondad y misericordia hacia ellos. Esto se puede explicar humanamente. Existe, en su actitud, algo que no se puede explicar humanamente, esto es, sosteniendo que Jesús fuera un hombre como los demás, y es el hecho de perdonar los pecados.

Jesús dijo al paralítico: «Hijo, tus pecados te son perdonados». «¿Quién puede perdonar los pecados, más que Dios?», gritan espantados sus adversarios. Y Jesús: «Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados, "Levántate" –dijo al paralítico–, toma tu camilla y vete a casa». Nadie podía verificar si los pecados de aquel hombre habían sido o no perdonados, pero todos podían constatar que se levantaba y caminaba. El milagro visible atestiguaba lo invisible.

También el examen de las relaciones de Jesús con los pecadores contribuye a dar una respuesta a la pregunta: ¿Quién era Jesús? ¿Un hombre como los demás, un profeta, o algo más y diferente? Durante su vida terrena Jesús no afirmó jamás explícitamente que fuera Dios (y hemos explicado con anterioridad también por qué), pero actuó atribuyéndose poderes que son exclusivos de Dios.

Volvamos ahora al Evangelio del domingo y a la parábola del hijo pródigo. Hay un elemento común que une entre sí las tres parábolas de la oveja perdida, de la dracma perdida y del hijo pródigo narradas una tras otra en el capítulo 15 de Lucas. ¿Qué dice el pastor que ha encontrado la oveja perdida y la mujer que ha encontrado su dracma? «¡Alegraos conmigo!». ¿Y qué dice Jesús como conclusión de cada una de las tres parábolas? «Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión».

El centro de las tres parábolas es por lo tanto la alegría de Dios. (Hay alegría «ante los ángeles de Dios» es una forma hebraica de decir que hay alegría «en Dios»). En nuestra parábola, la alegría se desborda y se convierte en fiesta. Aquel padre no cabe en sí y no sabe qué inventar: ordena sacar el vestido de lujo, el anillo con el sello de familia, matar el ternero cebado, y dice a todos: «Comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado”.

Recordemos hermanos, que hay más alegría en el cielo, por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan conversión. Pidámosle al Padre de la misericordia, que cada día en nuestra vida de cristianos, sea un verdadero camino de conversión.

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