Como nos dice el Papa, durante la celebración de la Misa, el altar se convierte, de cierta forma, en punto de encuentro entre el Cielo y la tierra; el centro, podríamos decir, de la única Iglesia que es celeste y al mismo tiempo peregrina en la tierra.
Cada celebración eucarística anticipa el triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre el mundo, y muestra en el misterio el fulgor de la Iglesia.
La presencia real de Cristo en la Eucaristía, nos dice Benedicto XVI, es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a él; nos atrae con la fuerza de su amor haciéndonos salir de nosotros mismos para unirnos a Él, haciendo de nosotros una sola cosa con Él.
Pero una cosa fundamental al celebrarse la Eucaristía, es la unidad de los hermanos en la fe. Podemos preguntarnos, si posible estar en comunión con el Señor si no estamos en comunión entre nosotros, o si podemos presentarnos ante el altar de Dios divididos, lejanos unos de otros.
Es necesario el perdón y la reconciliación fraterna antes de comulgar. Nuestra alma debe abrirse al perdón y a la reconciliación fraterna, dispuestos a aceptar las excusas de cuantos nos hayan herido y dispuestos siempre a perdonar.
Cuando los creyentes estamos unidos por la caridad, y tomando la frase de San Agustín, nos convertimos verdaderamente en casa de Dios que no teme derrumbarse.
En este sentido, es urgente la necesidad no sólo de la comunión, sino también de la corresponsabilidad, pues la comunión eclesial es también una tarea confiada a la responsabilidad de cada uno.
Que el Señor nos conceda una comunión cada vez más convencida y operante, en la colaboración y en la corresponsabilidad en todos los niveles: entre obispos y presbíteros, consagrados y laicos, y entre las distintas comunidades cristianas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario