"Lo propio del Espíritu Santo cuando entra en un corazón es echar de él toda tibieza. Él ama la prontitud, es enemigo de las dilaciones, de los retardos en la ejecución de la voluntad de Dios...
"María, fue de prisa a la montaña", (Lc 1,39). ¡Cuántas gracias llovieron sobre la casa de Zacarías cuando entró en ella María!. Si Abrahán recibió tantas gracias por haber hospedado en su casa a los tres ángeles, ¡qué bendiciones caerían sobre la casa de Zacarías donde entró el “ángel del gran consejo”, la verdadera arca de la alianza, el profeta divino, Nuestro Señor recluido en el seno de María!. Toda la casa se llenó de alegría: el niño saltó en el vientre de su madre, el padre recobró el habla, la madre fue llena del Espíritu Santo y recibió el don de profecía. Viendo a Nuestra Señora entrar en su casa, exclamó: “¿cómo es posible que la madre de mi Señor venga a visitarme?”(Lc 1, 43) ... Y María, escuchando lo que su prima le decía en alabanza suya, se humilló y daba gloria a Dios de todo. Confesando que toda su felicidad le venía de Dios “que ha mirado la humildad de su sierva,” entonando este bello y admirable cántico del Magnificat.
¡Cómo no estar colmados de alegría, también nosotros, cuando nos visita este divino Salvador en el Santísimo Sacramento, y también por las gracias interiores, las palabras que diariamente nos dirige en nuestro corazón". (San Francisco de Sales, 1567-1622. Obispo de Ginebra y Doctor de la Iglesia.)