HOMILÍA DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO
«¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?»
Queridos hermanos y hermanas:
1 En el Evangelio de esta noche luminosa de la Vigilia Pascual, encontramos en primer lugar a las tres mujeres que acuden al sepulcro de Jesús con aromas para ungir su cuerpo (cf. Lc 24, 1-3). Van para realizar un gesto de compasión, de afecto, de amor; un gesto tradicional hacia una persona querida difunta, como los hacemos nosotros también. Habían seguido a Jesús, lo habían escuchado, se habían sentido comprendidas en su dignidad y lo habían acompañado hasta el final: al Calvario y en la hora del descendimiento de la cruz. Podemos imaginar cuáles eran sus sentimientos mientras iban a la tumba: cierta tristeza, el dolor porque Jesús las había dejado, había muerto; porque su vicisitud había terminado. Ahora había que volver a la vida de antes. Pero en las mujeres seguía habiendo amor, y era el amor a Jesús lo que las había impulsado a acudir al sepulcro. Sin embargo, en este punto, sucede algo completamente inesperado, algo nuevo, que desconcierta sus corazones y sus planes y que trastocará sus vidas: encuentran corrida la piedra del sepulcro, se acercan y no encuentran el cuerpo del Señor. Es un hecho que las deja perplejas, dubitativas, llenas de preguntas: «¿Qué pasa?», «Qué sentido tiene todo esto?» (cf. Lc 24, 4). ¿Acaso no nos pasa también a nosotros lo mismo cuando algo realmente nuevo sucede en la sucesión diaria de los hechos? Nos detenemos, no comprendemos, no sabemos cómo afrontarlo. La novedad a menudo nos da miedo: incluso la novedad que Dios nos trae, la novedad que Dios nos pide. Somos como los Apóstoles del Evangelio: con frecuencia preferimos tener nuestras seguridades; detenernos ante una tumba, a pensar en un difunto, que al final vive solamente en el recuerdo de la historia, como los grandes personajes del pasado. Tenemos miedo de las sorpresas de Dios. Queridos hermanos y hermanas: ¡En nuestra vida tenemos miedo de las sorpresas de Dios! ¡Él nos sorprende siempre! El Señor es así.
Hermanos y hermanas: ¡No nos cerremos a la novedad que Dios quiere traer a nuestra vida! A menudo estamos cansados, defraudados, tristes; sentimos el peso de nuestros pecados, creemos que no podemos seguir. No nos encerremos en nosotros mismos, no perdamos la confianza, no nos resignemos nunca: no hay situaciones que Dios no pueda cambiar; no hay pecado que no pueda perdonar si nos abrimos a él.
2 Pero volvamos al Evangelio, a las mujeres, y demos un paso más. Encuentran la tumba vacía; el cuerpo de Jesús no está, algo nuevo ha pasado, pero todo esto no dice aún nada claro: suscita interrogantes, deja perplejo, sin brindar una respuesta.
Y he aquí dos hombres con vestidos refulgentes, que dicen: «Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado» (Lc 24, 5-6). Lo que era un simple gesto, un hecho realizado ciertamente por amor –acudir al sepulcro–, se convierte ahora en acontecimiento, en un acontecimiento que cambia realmente la vida. Nada sigue siendo igual que antes, no solo en la vida de esas mujeres, sino también en nuestra vida y en nuestra historia de la humanidad. ¡Jesús no es un muerto, ha resucitado, es Aquel que vive! No se ha limitado a volver a la vida, sino que es la vida misma, porque es el Hijo de Dios, que es Aquel que vive (cf. Num 14, 21-28; Dt 5, 26; Jos 3, 10). Jesús ya no está en el pasado, sino que vive en el presente y está lanzado hacia el futuro: Jesús es el «hoy» eterno de Dios. Así la novedad de Dios se presenta ante los ojos de las mujeres, de los discípulos, de todos nosotros: la victoria sobre el pecado, sobre el mal, sobre la muerte, sobre todo lo que oprime a la vida y le da un rostro menos humano.
Y este es un mensaje dirigido a mí, a ti, querida hermana; a ti, querido hermano. Cuántas veces necesitamos que el Amor nos diga: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? Los problemas, las preocupaciones de todos los días tienden a encerrarnos en nosotros mismos, en la tristeza, en la amargura… y ahí está la muerte. ¡No busquemos allí al que vive!
Acepta, pues, que Jesús resucitado entre en tu vida; acógelo como amigo, con confianza: ¡él es la vida! Si hasta ahora has estado alejado de él, da un pequeño paso: te recibirá con los brazos abiertos. Si eres indiferente, acepta el riesgo: no quedarás defraudado. Si te parece difícil seguirlo, no tengas miedo; encomiéndate a él, ten la seguridad de que está cerca de ti, de que está contigo y te dará la paz que buscas y la fuerza para vivir como él quiere.
3 Hay un último y sencillo elemento que quisiera subrayar, en el Evangelio de esta luminosa Vigilia Pascual. Las mujeres se encuentran con la novedad de Dios: ¡Jesús ha resucitado, es el que vive! Pero, ante la tumba vacía y ante los dos hombres con vestidos refulgentes, su primera reacción es de temor: «Quedaron [...] con las caras mirando al suelo», anota San Lucas; ni siquiera tenían el valor de mirar. Mas, al escuchar el anuncio de la Resurrección, lo acogen con fe. Y los dos hombres con vestidos refulgentes introducen un verbo fundamental: «Recordad». «”Recordad cómo os habló estando todavía en Galilea [...]”. Y recordaron sus palabras» (Lc 24, 6. 8).
Se trata de la invitación a hacer memoria del encuentro con Jesús, de sus palabras, de sus gestos, de su vida; y es precisamente este recordar con amor la experiencia vivida con el Maestro lo que induce a las mujeres a superar todo temor y a llevar el anuncio de la Resurrección a los Apóstoles y a todos los demás (cf. Lc 24, 9). Hacer memoria de lo que Dios ha hecho y hace por mí, por nosotros; hacer memoria del camino andado; y esto abre de par en par el corazón a la esperanza para el futuro. ¡Aprendamos a hacer memoria de lo que Dios ha hecho en nuestra vida!
En esta noche de luz, invocando la intercesión de la Virgen María, que conservaba todo acontecimiento en su corazón (cf. Lc 2, 19. 51), pidamos que el Señor nos haga partícipes de su resurrección: que nos abra a su novedad que transforma, a las sorpresas de Dios, tan hermosas; que haga de nosotros hombres y mujeres capaces de hacer memoria de lo que él realiza en nuestra historia personal y en la del mundo; que nos dé la capacidad de percibirlo como el que vive, vivo y activo entre nosotros; que nos enseñe cada día, queridos hermanos y hermanas, a no buscar entre los muertos al que vive. Amén.
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