19 de junio de 2011

Domingo de la Santísima Trinidad.



Celebramos el Domingo de la Santísima Trinidad. Celebrar esta solemnidad en este domingo después Pentecostés, tiene su sentido, puesto que por el Espíritu Santo llegamos a creer y a reconocer la Trinidad de personas en el único Dios verdadero, y habiendo celebrado todos los misterios de Cristo; pasión, muerte, resurrección, ascensión y venida del Espíritu Santo, la Iglesia echa una mirada retrospectiva de agradecimiento a la Obra completa de la Redención. Desde la contemplación de los Misterios de Cristo en ente mundo, nos volvemos a considerar la vida interna de la Divinidad, el Misterio Trinitario de Dios.

Hemos escuchado en los textos de la Sagrada Escritura, la preciosa fórmula trinitaria con la que San Pablo bendice a los cristianos de Corinto: "La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con vosotros." Esta fórmula de fe, es bien conocida porque quedó convertida en el saludo litúrgico con que el sacerdote se dirige también a los fieles al comienzo de la Misa.

La vida del cristiano está llamada a ser, de principio a fin, una alabanza a la Santísima Trinidad. Nos bautizan en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; también en el nombre de la Trinidad, recibimos el óleo santo cuando nos preparamos para la enfermedad o para morir, y de la misma forma, los pecados se nos perdonan en el nombre de la Santísima Trinidad.

Y es que este es el Dios en el que creemos los cristianos, el Dios Uno y Trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un misterio de fe que no tenemos por qué explicar teológicamente, ni podemos hacerlo, sencillamente porque no lo vamos a conseguir, supera nuestra razón, nuestro entendimiento.

El ser humano no puede entender, ni explicar a Dios. Un ser que es esencialmente infinito e inmenso no puede ser explicado con palabras humanas, porque las palabras serán siempre limitadas y finitas.

Cuando hablamos del misterio de la Santísima Trinidad nos basta con creer lo que nos dice hoy San Pablo: que “Dios, nuestro Padre, es gracia, es amor y es comunión”. La gracia, el amor y la comunión nos la da el Padre a través de su hijo Jesucristo, enviándonos su Santo Espíritu. El Padre y el Hijo están unidos en una comunión muy fuerte a través del Espíritu, que es Amor. El Padre es amor, el Hijo es amor y el Espíritu Santo es amor; todo Dios es Amor. Pero también nosotros formamos parte de esta Familia que forman el Padre, el Hijo y el Espíritu. Porque somos hijos de Dios y, por tanto, hermanos de Cristo, vivificados por el Espíritu Santo.

Cada uno de nosotros, si vivimos en comunión con Dios somos raza de Dios, formamos parte de la gran familia de Dios. Porque nosotros “en Dios vivimos, nos movemos y existimos”, como nos dice también San Pablo.

En esta Solemnidad de la Santísima Trinidad, le damos gracias a Dios por permitirnos formar parte de su familia y, al mismo tiempo, le prometemos que vamos a hacer todo lo posible para ser unos buenos hijos, a ejemplo de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo.

La esencia de Dios no es otra que el amor. Y ya lo dice San Juan; “al atardecer de la vida, me examinaran del amor”. No todos los padres y madres, en este mundo se distinguen por el amor hacia sus hijos, pero Dios, nuestro padre, con entrañas de madre, sí se distingue por el amor. Para entender humanamente el amor de Dios, nos basta con fijarnos en la conducta del padre en la parábola “del hijo pródigo”, o “del padre de la misericordia”. El amor del padre de esta parábola llega a extremos difícilmente aceptables en nuestros comportamientos humanos: el padre es todo ternura, compasión, misericordia, perdón. No hay reproches, ni condenas, ni memoria del pecado del hijo. El amor de Dios es así; así dibujó Cristo a su Padre en esta parábola, así quiere Cristo que veamos nosotros a su Padre, a nuestro Padre Dios.

Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. También el Hijo es todo amor; no ha venido a condenar, sino a salvar. Su muerte en cruz, es la mayor prueba de amor hacia nosotros.

A veces, nosotros los cristianos, estamos bien lejos del amor que Cristo nos pide. Los discípulos de Cristo debemos reprimir un poco, o bien mucho, nuestros impulsos habituales para juzgar y condenar al prójimo. El Espíritu de Cristo debe manifestarse en nosotros más por nuestra facilidad en perdonar, que por nuestro empeño en condenar. Claro que nuestra inteligencia tiende fácilmente a juzgar y, en muchos casos, a condenar, pero nuestro amor debe inclinarse preferentemente al perdón y a la misericordia. Así fue el corazón de Cristo y así debe ser nuestro corazón para vivir en gracia, en íntima unión con Dios.

Que este, nuestro reconocimiento del Dios compasivo y misericordioso no se quede sólo en meras palabras, sino que así lo vivamos en nuestro comportamiento diario. Es la mejor confesión que podemos hacer del Dios Trinidad, del Dios comunión, del Dios Amor.

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