10 de junio de 2012

Yo le miro y Él me mira...



Un artículo del P. Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, tomado de su libro “La Eucaristía, Nuestra Santificación”, me ha recordado el ejemplo que ponía San Josemaría Escrivá sobre un pobre lechero que todos los días iba a saludar al Señor en una capilla. No sabía teología, ni muchas oraciones. Se limitaba a decir “Señor, aquí está Juan el lechero”, y después de un rato se marchaba. El miraba al Señor, y el Señor lo miraba a él. Para alguno esto le puede sonar a superficialidad e infantilismo, pero es auténtica fe, la que tienen precisamente los niños con corazón limpio.

"En sí misma la contemplación no es otra cosa que la capacidad, o mejor aún, el don de saber establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús realmente presente en la hostia. Todo esto en el mayor silencio posible, tanto exterior como interior. El silencio es el esposo predilecto de la contemplación que la custodia, como José custodiaba a María. Contemplar es establecerse intuitivamente en la realidad divina y gozar de su presencia. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad, en la contemplación, en cambio, el goce de la verdad encontrada.

Los grandes maestros de espíritu han definido a la contemplación como «una mirada libre, penetrante e inmóvil» (Hugo de San Víctor), o bien como «una mirada afectiva sobre Dios» (San Buenventura). Por eso realizaba una óptima contemplación aquel campesino de la parroquia de Ars que pasaba horas y horas inmóvil, en la iglesia, con su mirada fija en el sagrario y cuando el santo cura le preguntó por qué estaba así todo el día, respondió: «Nada, yo lo miro a él y él me mira a mí». Esto nos dice que la contemplación cristiana nunca tiene un único sentido, ni tampoco está dirigida a la nada (como sucede en otras religiones, como el budismo). Son siempre dos miradas que se encuentran: nuestra mirada sobre la de Dios y la mirada de Dios sobre nosotros. Si a veces se baja nuestra mirada o desaparece, nunca ocurre lo mismo con la mirada de Dios. La adoración eucarística es reducida, en alguna ocasión, a hacerle compañía a Jesús simplemente, a estar bajo su mirada, dándole la alegría de contemplarnos a nosotros que, a pesar de ser criaturas insignificantes y pecadoras, somos sin embargo el fruto de su pasión, aquellos por los que dio su vida: ¡Él me mira!

La contemplación no es impedida de por sí por la aridez que a veces se pude experimentar, ya sea debido a nuestra disipación o sea en cambio permitida por Dios para nuestra purificación. Basta darle un sentido, renunciando también a nuestra satisfacción para hacerle feliz a él y decir con las palabras de Charles de Foucauld: «Tu felicidad me basta». Jesús tiene la eternidad para hacernos felices a nosotros, nosotros no tenemos más que este breve espacio de tiempo para hacerle feliz.

A veces nuestra adoración puede parecer una pérdida de tiempo, pura y simplemente una mirada sin ver; pero en cambio ¡cuánto testimonio encierra! Jesús sabe que podríamos marcharnos y hacer cientos de cosas más gratificantes, mientras estamos ahí quemando nuestro tiempo, perdiéndolo «miserablemente». Cuando no conseguimos orar con el alma siempre podemos orar con nuestro cuerpo, y eso es orar con nuestro cuerpo.
En el libro del Éxodo leemos que cuando Moisés bajó del Monte Sinaí no sabía que la piel de su rostro se había vuelto radiante, por haber hablado con Dios. Moisés no sabía y nosotros tampoco lo sabremos; pero quizá nos suceda también a nosotros que, volviendo entre los hermanos después de estos momentos, alguien vea que nuestro rostro se ha hecho radiante, porque hemos contemplado al Señor. Y este será el más hermoso don que nosotros podamos ofrecerles.

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