27 de junio de 2010

Tú Señor, eres mi bien.


El hermano Francisco de Asís había llegado al final de su proceso de conversión. El Señor lo había visitado en el monte Alverna, y en su cuerpo quedaron las llagas, testigo de una crucifixión. Entonces, de su puño y letra, Francisco escribió un cántico al amor de caridad que lo había crucificado: “Tú eres el santo Señor Dios único, el que haces maravillas… tú eres el bien, el todo bien, el sumo bien, Señor Dios vivo y verdadero…”. Francisco, crucificado, ya puede decir con verdad: “Mi Dios, mi todo”.

Teresa de Jesús dijo lo mismo con una rima para grabar en el alma: "Nada te turbe, nada te espante, quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta”.

Es ésta la plenitud que nosotros aprendemos mientras oramos con las palabras del salmista: “Yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». El Señor es el lote de mi heredad y mi copa, mi suerte está en tu mano”.

Este salmo bien pudiera ser la oración de un levita en el día de su dedicación, o la de un sacerdote en el día de su consagración. Para ellos, que no heredarán en la tierra prometida, “el Señor será su heredad”, su único bien, todo su bien.

El salmista anticipa en la vieja alianza, y sólo como figura profética, la relación de Cristo Jesús con el Padre del cielo. Francisco y Teresa imitan en la alianza nueva lo que en Cristo Jesús han visto cumplido. Sólo en Jesús de Nazaret el hombre llega a decir a Dios con toda verdad: “No tengo bien fuera de ti”.

Esta experiencia de Dios como plenitud del hombre es la que hace posible en el creyente –en el salmista, en Jesús, en los discípulos de Jesús- la disponibilidad necesaria para ponerse en camino, asumir la propia misión, aceptar en libertad la llamada de Dios.

Si Dios es mi todo, lo demás resultará espiritualmente indiferente. Si Dios es mi todo, y el amor de Dios se me ha hecho fuente de libertad, lo podré aceptar todo con tal de hacer en mi vida la voluntad de Dios.

Sólo en el Altísimo Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros, Dios lo es todo para el hombre y el hombre se adhiere en todo a la voluntad de Dios. Nosotros, pecadores, somos por gracia hambrientos de plenitud y de fidelidad, sedientos de amor y de libertad. Propio de pecadores que buscan a Dios es la súplica humilde, porque la caridad divina lleve a término en nosotros lo que ella misma comenzó. Desde lo hondo del corazón, suba hoy hasta el cielo, con palabras del hermano Francisco, la oración de nuestra pobreza: “Omnipotente, eterno, justo y misericordioso Dios, concédenos por ti mismo a nosotros, míseros, hacer lo que sabemos que quieres y querer siempre lo que te agrada, a fin de que, interiormente purificados, iluminados interiormente y encendidos por el fuego del Espíritu Santo, podamos seguir las huellas de tu amado Hijo, nuestro Señor Jesucristo, y llegar, por sola tu gracia, a ti, Altísimo, que en perfecta Trinidad y en simple Unidad vives y reinas y eres glorificado, Dios omnipotente, por todos los siglos de los siglos”.

Sólo el Hijo amado de Dios recorre con fidelidad el camino que lleva al Padre. Nosotros deseamos seguir sus huellas, seguirlas de cerca, tan de cerca que, en realidad, lo que deseamos es llegar a la plena comunión con él, a ser uno con él.

El cielo se asombrará, hermano mío, hermana mía, cuando en él resuenen hoy las palabras de tu salmo: “Yo digo al Señor: «Tú eres mi bien»”. En una sola voz, el Padre oirá la del Hijo y la de la Iglesia, la de Cristo Jesús y la tuya.

Feliz domingo, Iglesia amada del Señor. (Por Mons. Agrelo. Arzobispo de Tánger).

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